Jueves, 28 de mayo de 2015 | Hoy
Por Alberto Giordano
El jueves pasado, después de mucho tiempo, nos reunimos a cenar con Carlos y Juan, mis amigos psicoanalistas. Quedamos en la Parrilla Norte, que acusa y resiste el paso del tiempo, como diría otro amigo. La eligió Carlos, por razones que están a la vista: el escudo de Central sobre la pantorrilla del encargado, el mismo que él estampó en la dedicatoria de su libro sobre la identificación. Para garantizar mi asistencia (el deseo intransitivo de no concurrir se está volviendo inalienable), les pedí que me llevaran regalos de cumpleaños, aunque pasó más de un mes.
En 2013, Juan me sorprendió con una historieta de Liniers, que había comprado a instancias de su joven novia. La inocencia del entusiasmo ("Te va a encantar...") testimoniaba la intensidad de su enamoramiento. Con la separación, algunas cosas recuperaron su deseable curso habitual: esta vez me consiguió un libro del primer Derrida, hoy fuera de circulación (lástima que ya lo hubiese comprado hace treinta años, en la época en que asistía a sus grupos de estudio).
En ocasiones fantaseo con convertirme por un tiempo en Bioy Casares y llevar un diario de los encuentros con Juan, para dejar un registro íntimo de las ocurrencias y las reflexiones que sobresaltan su conversación, de los hallazgos y los exabruptos, que a veces coinciden en la misma frase.
Pero no tengo ni la disciplina, ni la devoción, ni la maldad necesarias para sostener el proyecto (tampoco el talento de Bioy como intimista insidioso). Si ese diario existiese, al llegar a casa el jueves pasado, cerca de la medianoche, podría haber anotado:
Reflexiona sobre el carácter infantil de sus pasiones. Los orígenes del coleccionismo la manifestación más espectacular es su biblioteca, "incesante" y "casi infinita", por decirlo con lugares comunes borgianos lo remontan al hábito de comprar historietas. "Llegué a comprar once por semana menciona los títulos . Era la época de oro de la historieta argentina. Una vez mi vieja me hizo un planteo, la situación le parecía insostenible, e intervino mi viejo. Me tuve que conformar con nueve".
Como si de una diferencia conceptual se tratara, distingue entre "una mina tetona" y "una mina con buenas tetas". "No es lo mismo", dice, con el tono habitual en él de quien revela una verdad entre ignaros. Exige sutileza y reclama asentimiento. Carlos y yo asentimos. La falta de picardía me hace sospechar que custodia alguna imagen.
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