Martes, 22 de agosto de 2006 | Hoy
Por Federico Tinivella
I- Trepé a las bocas de los puentes dónde el horizonte era un lago, petrificado y abierto al vuelo rasante de una primavera de pájaros. En los ojos, en el deslizarse de las fuentes por las paredes del desierto, se proyectaban imágenes en blanco y negro, recorridas a pie por un niño, que tropezaba en un cuarto minado de papeles en blanco.
II-Las cicatrices del invierno recorren la espalda como la sombra descuidada de un perro contra un muro. El silencio habita los secretos de un cuerpo con cerrojos. Detrás de la cintura de un huerto amanecido, precipita el rojo su voluptuoso margen, arrima los olores de la vida en cero. Maquilladas, recostadas como velas en los huecos del aire, vuelven de la noche unas pibas. Se oyen desde acá sus risas musicales, baja el volumen, la risa sobre un huerto, la labial escarcha de ese recorrido.
III-De la piel que se cae, como de los techos húmedos. Desprenderse, el cuero amarrado, las vestiduras. Sobre esa estructura, las parcelas de la carne habitada, nos encontrábamos, tendiendo redes, salvoconductos. Se habían quedado guardados, en unos muebles aquellos juegos sin instrucciones.
IV-De las voces que dormían en la esquina me quedan ahora los aromas que despedían aquellas mujeres de ojos como brasas, de tiempo en las heridas. Puedo verlas arrojarse de un acantilado con vendas en los ojos. Por suerte siempre hubo agua allá abajo.
Aguas muy profundas.
V-Del tiempo guardado en un frasco, de la ropa con naftalina en las valijas prontas para el viaje. Del naufragio, los gatos disparados, el temblor de los techos, el temblor de nosotros. Del rasparse la cara con té, frotarse los ojos con postales de lejos, mancharse de abrigos que pican los ojos, el frío de detenerse a la noche frente a una vía encendida. De la luna sobre las vías, sé, a cualquier parte, llegar aunque sea tarde, la mesa servida, el calor de una silla que sepa tu nombre.
VI-Anoto en un cuaderno sin renglones, los renglones, los reglones. Súbitamente, acostada en el párpado de una figura sin límites arrimó, casi sin darse cuenta, unas palabras a los labios, siempre atentos al dictado de los bordes, sin renglones. Caían de la boca sobre un cuenco, le contaban a las cálidas miradas que desprendía el espejo, decían cosas por el estilo. Pasó un bondi y empujó los charcos hasta la pared. Una ducha de charco refrescada pared. Así cayeron las palabras, dejaron manchadas las manos que eran un cuenco.
VI-El perfil de una roca lavada, el murmullo de las algas batidas incansablemente. Son esas fotos las que alimentan los ecos de un viaje particular, tejen las partes, inundadas. Se trepaban al cielo las langostas y el olor del verano se acostaba en la piel sin sábanas. Los caminos de tierra que morían en un arroyo temprano. Nos sumergíamos con los ojos abiertos, las piedras bajo el agua están vivas y arrastrarse con la pancita pegada a las texturas, a favor de la corriente, dejarse llevar.
VII-Después de las horas del desastre. Un tiempo más tarde. Cuando se partían en el aire las partículas de las mariposas y en los nublados caminos caían como gritos las alas de unos sauces. Del fuelle de la tarde, su pintura, recorrí, al igual que una mujer tejiendo un canasto cada figura impregnada en la pantalla de mis precipicios. Destapé los velos de tierra como los artesanos que dan sentido a un segmento muerto. Para mirar con astucia de naufrago. Recoger los hilos. Tal vez, intentar algo, cruzar un muro.
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