CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Creo que desde siempre supe que el camino no iba a ser fácil, aunque debo admitir que nunca tuve miedo. "Ilusiones del viejo y de la vieja", frustraciones envasadas en mentiras, mixtura de amores y dolores transportada en caricias o percepciones de lo callado, propio de los que sufrimos de extrema sensibilidad, posiblemente fueron las causales de mi presentimiento. Desde la esencial llanura de mi infancia pude observar el camino futuro, una cuesta con estructuras de cemento, asfaltado, iluminado, señalizado en sus dos manos, una de premios, otra de castigos. Supe cargarme de la energía necesaria para el viaje en mis seres queridos vivos y sanos, en cada amistad verdadera y en la sonrisa de Laura. Hacerla reír era mi debilidad. Su risa, mi espejo. Un tal Biondi me enseñó que la risa era cosa seria, algo más que un pasatiempo. Su rostro triste parecía salir de la pantalla, mirarme a los ojos, hacerme su cómplice y encontrar en mis carcajadas reflejos de su alegría perdida. Ocurrencias de sus Pepes, Galleta, Malevaje o Curdeles repetíamos en los recreos con mi amiga y nos reíamos en plural. Si la gracia unió nuestros corazones en la edad tierna, el deseo ató nuestros cuerpos en la adolescencia. Gemidos, olores y sabores que mi inocencia imaginó perpetuos. Mirando fijo el techo, en horas de la siesta, alguna vez le pregunté por su mayor miedo. "Las despedidas", fue su respuesta inmediata. "Se fueron de noche, pibe. Nadie sabe nada sobre su paradero. Era gente muy rara, seguro que andaban en algo raro...", fue la frase candado con la que me despidió don Fermín, viejo vecino de la cortada Barraco. En ese mismo momento una mueca ganó mi rostro y mis piernas me avisaron el inicio de un largo camino empinado. A golpes de machete, al costado de la gran vía, abriéndome senderos entre malezas de misterios, locura y soledad, todavía la sigo buscando. En una oportunidad, en el centro de los Andes, en la ciudad de Cuzco, tuve un diálogo profundo con una moza peruana mientras limpiaba la superficie de la mesa con un trapo rejilla,
--¿Argentino o uruguayo?
--¿Por qué debería ser de algunos de estos dos lugares?
--Por la tristeza
--¿Usted dice que todos los rioplatenses somos tristes?
--Sólo digo lo que su seriedad aparenta.
Cargué en mi mochila aquella observación para reflexionarla por el camino. ¿Será que la patria perdida de nuestros abuelos exiliados vive fileteada en nuestros gestos tangueros? Si lo que nos enamora de otra persona, en principio, son atributos que nos faltan ¿nuestra idolatría a Gardel, Perón o Maradona, estará en la clave de sus sonrisas? ¿Será el mismo rasgo el que nos hace comprar inútiles objetos para vivir como nos dicen, buscando una obligada felicidad de plástico? ¿Servirá este dibujo como ventana para históricas traiciones de gobernantes que la usaron para defraudarnos? Aunque no diviso ni imagino mi cima, soy consciente que trepé más metros que los que me faltan escalar. La falta de oxígeno, característica de la altura alcanzada, me obliga a descansar en precarios refugios naturales. Cuando la nubosidad, chubascos o ventiscas me impiden contemplar mi verde prado con nitidez, acudo a la tecnología. Sintonizo viejos programas de Viendo a Biondi y aunque no me lo crean, siento que mi risa vuelve a sonar en plural, ante cada cachetazo de payaso, ante cada patapúfete.
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