CONTRATAPA
› Por Patricia Suárez
Al final, compro un libro por Internet. Lo hago llevada por el tedio del día domingo. Es de Voltaire, son las novelas escogidas. Cuesta diez pesos, quince, una nada. Igual, el "Cándido" se consigue en todas partes. Pero este me resultó llamativo porque era muy viejo, de la editorial Garnier Hermanos, Libreros Editores de París y la traducción y el prólogo es del Abate Marchena. En el momento en que cerré la compra ni siquiera tenía muy claro quién era el Abate Marchena.
El vendedor tiene un nickname de consonantes y números; no se lo puede pronunciar. Pone que vive en Capital Federal, pero no en qué barrio. También se aclara en la página que no hace envíos contrareembolso. No termino de aceptar la compra, cuando ya estoy arrepentida. Quién sabe hasta dónde tenga que ir a buscar el libro. No es la mejor manera, la más turística para conocer Buenos Aires. Debí preguntar primero al vendedor si no había un punto intermedio, en el microcentro o cosa así donde pudiéramos encontrarnos.
Como sea, a los pocos días me llama una viejita de voz cascada. Perla, es su nombre, una piedra preciosa. Me dice que vive en San Telmo, en la parte más antigua. Ella tiene el aspecto de un dibujo animado, la viejita aquella que cuidaba al canario Piolín de que Silvestre no se lo comiera. Hay olor a gato en el departamento; un edificio de tres pisos. Ella vive en el último piso, pero sube con una energía que me desconcierta. Me ataja el olor a encierro cuando abre su puerta. Me muestra su preciosa biblioteca, una pared desde el techo hasta el suelo, completa. Los libros del estante de abajo están percudidos por el orín de los gatos. Tiene doce; un mal menor si se desea vivir en compañía.
-Los gatitos... -suspira ella con resignación.
Asiento. Trepa a una escalerita que apoya en la estantería y me entrega el libro.
Es un libro viejo, de principios de siglo. En perfecto estado; inusitadamente barato.
-Eran de mi marido... -explica.
Me apeno de la pobre viejecita.
Tal vez la pensión, la jubilación no le alcanza ni para comprarse los remedios. Para pagar el bofe, el alimento para gatos. Para la factura de la luz cuando enciende la estufa eléctrica en el invierno. Ser viejo es un desastre.
-¿Quiere llevarse algún otro...?
-No, está bien.
-Se lo dejo a buen precio.
-No sé...
Baja el Tratado de Tolerancia de Voltaire, me dice que me lo cobrará a sólo cinco pesos. De pronto, pienso que estoy muerta y estoy en el cielo. Tengo estos libros al alcance de la mano, del bolsillo. Después pienso que los libros deben estar infectados con unos ácaros malignos; que me pasarán una enfermedad peor que el antrax. La viejita debe estar ejecutando una guerra química a su manera contra la juventud, contra las comunidades de la red.
-Antes me gustaba leer. Pero desde que mi marido murió, parece que estuviera lloviendo siempre. El se sentaba en aquel sillón y leía. Leía, leía, no se cansaba nunca. Yo acá me ponía: tejía, hacía la costura. Le hablaba y él ni me contestaba; estaba en otro mundo. ¡Estaba concentrado! El me decía: "Perla, yo lo más valioso que tengo son mis libros, mi biblioteca. Cuando yo muera, donálos acá, allá..." El se pensaba que yo iba a tener el tiempo y la salud para hacer la filántropa en su nombre... No le voy a decir que entre nosotros no hubo ni un sí ni un no; tormenta hay en todos los matrimonios. Sesenta años estuvimos juntos, así. Uno al lado del otro. Cuando llegaban las diez, las once, todas las noches, mi marido cerraba el libro y salía a la calle. Iba al billar, veía otras mujeres. Era un viejo puto: las cosas que hay que aguantar. Mire, llevélo a ese libro. Un obsequio, para que se acuerde de mí.
Un libro precioso el Tratado de la Tolerancia.
Un gran autor este Voltaire.
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