Lun 10.08.2015
rosario

CONTRATAPA

Todo concluye al fin

› Por Manuel Quaranta

"...Ya tenemos tres elementos casi constantes de la región: un puñado de dirigentes que reivindican toda una serie de privilegios, una mayoría de pobres diablos de diversas nacionalidades [...] y una vasta masa anónima de indios, relegada a las tinieblas exteriores. Hacia 1875 la situación no era diferente y, sin querer exagerar, me atrevería a decir que en 1991 sigue siendo la misma, aunque la modalidad y las magnitudes hayan cambiado [...] El grito perplejo de los beatniks de Norteamérica, "¿quién se robó el sueño americano?", nosotros, los del sur del continente, no necesitamos proferirlo, porque nuestro propio sueño, en todos los sentidos de la palabra, sabemos muy bien quién nos lo robó". Juan José Saer, "El río sin orillas", 1991. Soy, debido a mi ansiedad crónica, incapaz de esperar nada. Reacciono frente a las dificultades, avant la lettre. Como si cada cosa en este mundo tuviera su muerte anunciada. Es por eso que desde hace unos meses comencé a elaborar el duelo por alguien que ya no va a estar, aunque no se trata de una persona, ciertamente, sino de lo que su figura o imagen representa: Cristina Fernández de Kirchner, el kirchnerismo (aquí resulta imprescindible una aclaración: todo se originó en marzo del 2008, justo antes de emprender un viaje de tres meses por Europa. Yo estaba terminando la tesis para recibirme de licenciado en filosofía cuando se desató la terrible disputa entre la presidente y los piqueteros de la abundancia apoyados -gesto de generosidad que me provoca una fascinación inigualable- por algunas personas que nunca han tenido ni jamás tendrán en su vida un miserable pedazo de tierra. En ese contexto, algo del orden de lo desconocido hizo mella en mí para iniciar un apoyo bastante ciego, debo reconocerlo, por esa figura y ese movimiento; respaldo que con el correr de los años se agudizó, no sólo gracias a las propias acciones, sino además por el comportamiento extremo de una banda opositora compuesta por políticos derechizados y millones de ciudadanos subidos al caballo mediático del odio indiscriminado). En realidad -mi ansiedad es incurable-, tendría que haber empezado este escrito de la siguiente manera: pertenezco a una generación muy especial -todos deben creer que pertenecen a una-, cuyos límites cronológicos son 1976 y 1980. Digo especial porque vivimos cambios extremos en nuestro modo de vida -y en nuestra percepción del mundo- en menos de cuarenta años. Nacimos durante el período más brutal de la Argentina, sentimos, quizás retrospectivamente, el clima de terror y exterminio, y viviremos, hasta el final, marcados por el sello indeleble del crimen: somos hijos de la dictadura. Después, niños, atravesamos la primavera alfonsinista con cierta consciencia (un familiar lejano, me contaron, era rabioso adherente de Alfonsín hasta que los medios se le pusieron en contra y se transformó, mágicamente, en rabioso opositor): el inolvidable Juicio a las Juntas, el intento por reconstruir un país devastado económica y moralmente, y el triste desenlace hiperinflancionario estimulado por la codicia descontrolada de terratenientes, grupos económicos concentrados, medios de comunicación y algunos que luego se quejaron de haber padecido idénticos ataques. Ya adolescentes, nos convertimos en hombres y mujeres durante el menemismo, es decir, nuestra visión del mundo se estructuró a partir de la obscenidad y el desprecio: en la década del '90 nos tragamos el combo primer mundista que incluía modelos, prostitutas, fiestas, marginalidad, shoppings, ignorancia, destrucción y muerte. Pero lo peor de lo peor fue la indiferencia ante el sufrimiento de los otros. Luego vino la Gran Explosión. En todo sentido. El 2001 -corte, ruptura, disolución, quiebre, estallido; astillas, añicos, pedazos, piezas, trizas, trozos, esquirlas, muerte- nos agarró con veintipico y muchos ya no pudimos continuar siendo inmunes a la desgracia: "ustedes también son -aunque se resistan- parte del juego". Al final, dos años de transición y las elecciones del 2003 le otorgarían el triunfo a un ignoto Néstor Kirchner. Estaba naciendo, entre de las cenizas de un país (y yo fui incapaz de verlo hasta el 2008), un nuevo país, etc., etc. Ahora retomo el primer párrafo: si me pongo a pensar un poco puedo advertir que la sensación de dolor ante la pérdida de alguien excede su figura o imagen y se relaciona más bien con el final de la época que representa, como esa fantástica infancia -o adolescencia- que a cada paso nos empecinamos en recuperar, momento histórico en el cual todavía no habíamos perdido, definitivamente, las ilusiones. (Yo lo imagino así: "No debe haber habido en todo el mundo noches mejores, en octubre y noviembre, o en marzo y abril, que las que hemos pasado de muchachos caminando lentamente por la ciudad, hasta el alba, charlando como locos sobre mil cosas, sobre política, sobre literatura, sobre mujeres, sobre el viejo Borges, sobre Faulkner, sobre Dostoievski, sobre Sócrates, sobre Freud, sobre Carlos Marx. Puede decirse que todavía somos jóvenes", Juan José Saer, Por la vuelta, en Palo y hueso, 1961). Y justamente esas ilusiones son las que ya empezaron a perderse. Porque tal vez continúe un proyecto nacional y popular, con todas las incongruencias del caso -por ejemplo: Monsanto y su vía libre para envenenar y estafar a la población; tema que, extrañamente, es ignorado por aquellos ciudadanos que se plantan frente a este gobierno desde posiciones ultraconservadoras; una posible respuesta reside en que su grupo mediático de cabecera tiene negocios con la empresa; vemos aquí, entonces, cómo la disputa por el poder tiene límites precisos: Monsanto, kirchnerismo y Clarín, hermanados-, representado, al parecer, por Daniel Scioli, que ejecute políticas inclusivas y redistributivas fundadas en el afianzamiento del rol del estado frente al desquicio privado, etc.; sin embargo, siento que en este período que se abre vamos a perder algo, nada perdura, nuestros padres están muertos, los traicionaremos, y ese mundo que alguna vez vivimos permanecerá sepultado para siempre. Pero ¿qué es puntualmente lo que definió a estos últimos años y ya no va a estar? En la respuesta voy de dejar al margen, junto a múltiples y riquísimas agrupaciones de izquierda, ultraizquierda, derecha y ultraderecha -¿dónde colocar al kirchnerismo?-, por intrascendentes o asistencialistas, la asignación universal por hijo, la recuperación de las jubilaciones, el incremento real del presupuesto educativo, el fomento a la cultura en todas sus formas, la ley de matrimonio igualitario, la ley de medios, la decisión política de condenar a los genocidas y torturadores -nobleza obliga: una parte de la izquierda la aplaude-, el Procrear, las netbooks y algunas cositas extraviadas en la memoria, para rescatar sólo un mérito: poner en evidencia la imposible neutralidad de los actores sociales: todos, absolutamente todos, respondemos a intereses bien claros, aunque a veces inconfesables en un país acostumbrado, históricamente, a disimular los privilegios de los privilegiados. Comienza el final: caerá, fría, la lluvia.

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