CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
Es hermoso sentir la piel de su espalda bajo la presión de mis dedos. Me entretengo sobre la flor tatuada en la nuca justo debajo del nacimiento de su pelo largo, abundante, que huele a jazmín. Me marea su perfume y caigo en la flor. Abro mi cuerpo, ofrecida. Lo deseo con el estómago, con la boca, la lengua, los dientes. Muerdo su hombro derecho. Hago círculos en cada omóplato mientras él exhala en mi cuello los días a la orilla del río Limay. En cada órbita que dibujan mis manos, un remolino de agua se desprende de sus ojos. Marcelo habla con los ojos. Y con las manos. La voz de su mirada es distinta a la que sale de su boca. Es una voz antigua, que trae ecos de fogón y de selva, es ajena y propia al mismo tiempo. Con la voz de sus ojos navego por el mismo río que él camina a diario buscando sonidos para su guitarra; con la de sus manos me hundo en mis mares, más lejanos, cuando nos encontramos en la noche.
Es hermoso sentir su piel. Es otro modo de hacer el silencio, de vivir más tranquilos. Eso buscábamos cuando nos vinimos al pueblo: el río y su costa, la casa pequeña y los frutales alrededor, algunos animales y nuestros hijos corriendo por ahí. Al lado de la casa armamos un centro cultural para los chicos de la zona. Los álamos nos envuelven y el río nos atraviesa empapando la costa, manso y teñido de tierra, siempre presente. Acá no hay otro apuro más que el del hambre y cuando el hambre viene la huerta es generosa. Nos vamos amigando con las estaciones de la siembra y de la cosecha. Vamos conociendo nuestras hambres. La gallina también es generosa. Pone huevos cuando quiere. Mora, la más pequeña de mis hijas, la persigue por el bosque que rodea la cabaña, quiere saber de dónde le sale el huevo. A mí me da risa su inquietud y la sigo entretenida. Es que el hambre tiene sus misterios y el cuerpo sus urgencias, esta que me aprieta a Marcelo, como aquella otra en que el deseo me sumergió en su río. Mora viene de ese deseo. De ese deseo vino lo que no quise.
El deseo también recorre la salita de obstetricia del centro de salud donde atiendo a mujeres, escucho sus modos, registro sus tiempos durante el trabajo de parto. Cuando transpiran sus manos, les susurro respirando con ellas, imito sus jadeos. Y si su cara se tensa por el dolor de las contracciones cada vez más seguidas, acelero el ritmo de mi respiración y dejo que se aferren a mis manos. Algunas veces me lastiman, parecen fieras cuando paren. Parir tiene su ritmo, cada vez novedoso y primitivo. Otras veces sus gritos producen remolinos en el río, me gusta pensar que tienen ese poder.
Va a estar todo bien, no te quiero ahora. Preferimos que no vengas, dije mientras me colgaba para dejar salir lo que nunca daría a luz en el mismo lugar donde me colgué para que Mora viniera. En esta casa, jadeando también, parí a mi hija bajo el álamo. Ahora no quiero ser madre. No otra vez. Y la ansiedad le imprime a mi aliento un ritmo irregular. Como cuando me encontré con Magda en Neuquén, una conocida del pueblo. Vengo acá a abortar porque me lo aconsejó Celina, me dijo. Celina es médica y es la mamá de Juan y Lena, unos nenes preciosos que cuido un par de veces por semana. Aquel encuentro en la plaza frente al monumento, con un grupo de mujeres hablando en voz alta del aborto que nos íbamos a hacer, me sorprendió y me tranquilizó. En la plaza me di cuenta que ellas hacen lo mismo que hago yo: acompañan a otras mujeres.
Sol está de cinco meses de embarazo luego de seis abortos espontáneos. Mi amiga Sol, que anhela ser madre, me dijo que era bueno para soltar y soltarme que repitiera: perdón, te amo, gracias. Sin proponérselo me entregó una especie de llave que desde siempre compartimos las mujeres. Eso hice. Me colgué, esperé a que las pastillas hicieran efecto y repetí en voz baja, como un mantra, perdón, te amo, gracias.
Lloré sin culpa. Lloré para que mi determinación no estuviera sola. No quería ese embarazo. No lo quería, no lo quiero. No ahora. No. Quiero disfrutar de Marcelo, de la casa, de los álamos, de Mora persiguiendo a la gallina. Quiero acompañar a otras en el viaje que sus cuerpos andan cuando paren. Yo parí mi aborto. Cayó en un balde que puse entre mis piernas. Entonces fui a la salvia de la noche, la planta que limpia mi sangre menstrual, y se lo di todo. Se lo ofrecí a la tierra mientras le agradecía y le pedía por Sol, por su embarazo. Algo nos une y se lo dije. Hacemos de nuestros cuerpos el lugar para albergar nuestras decisiones. Querer y no querer, estamos atravesadas por el deseo. Vos le decís sí. Yo: no te quiero.
*Relato extraído de Código Rosa. Relatos sobre abortos. Con ilustraciones de Luis Acosta y Gisela Martino. Prólogo de Selva Almada. Comentario de Nayla Vacarezza. Coedición de La Revuelta Colectiva Feminista y Ediciones La Parte Maldita.
Código Rosa se presenta mañana, a las 19.30, en Chavela Bar (Ayacucho y Zeballos).
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