CONTRATAPA
› Por Sarah Mulligan
Había una vez un niño de cabellos castaños y ojos del color de las avellanas que vivía en un pequeño pueblo a orillas de un río.
Sus maneras agradables inspiraban confianza pero sucedía que cada vez que debía hablar con alguna persona sus mejillas se volvían coloradas. ¡Sentía mucha vergüenza! Lo invadía la extraña sensación de que hacía el ridículo. Entonces, prefería no hablar.
Le parecía que todos lo miraban y que la gente pensaría cosas horribles de él, por eso siempre buscaba esconderse. Se sentaba en el último banco de su aula para pasar desapercibido y solo se sentía realmente a gusto junto a sus padres y sus hermanos.
Cada tarde miraba a los chicos de su cuadra jugar fútbol en un inmenso terreno baldío. Al niño le encantaba correr y jugar a la pelota pero no se atrevía a pedirles que lo dejaran ser parte del equipo. Para no perderse los partidos que tanto lo entretenían, el niño encontró una solución muy original: se subía al inmenso ombú que se alzaba en el fondo de aquel terreno enorme y deshabitado. Aprendió a trepar muy alto por sus ramas y desde allí disfrutaba de todas las jugadas. Nadie llegaba a advertir la presencia de aquel par de ojos del color de las avellanas tras las ramas que se parecían a una cabellera formada por hojas de árbol.
Cierto día, cuando almorzaba con su familia, su abuelo comentó que aquel ombú era muy antiguo. De hecho, ya existía a comienzos del siglo pasado, cuando su padre había venido de Italia. Como el niño mostró un especial interés, el abuelo fue hasta su cuarto y reapareció con una gran caja de fotos viejas. En muchas de ellas aparecía el árbol, aunque se lo veía más joven y de menor tamaño.
"Esta era tu abuela", dijo señalando a una muchacha vestida con una falda larga acomodada en las raíces del viejo ombú; "Y este fue el día que nos comprometimos", suspiró el anciano. El niño estuvo buscando un buen rato entre las descoloridas fotografías y comenzó a separar aquellas en las que aparecía el viejo árbol. El abuelo fue tomando, una a una, las fotos mientras relataba los hechos: al pie del árbol leyó las cartas de sus amigos entrañables, recibió inolvidables abrazos, pidió la mano de su novia y escribió sus versos más inspirados. Noticias, festejos y reconciliaciones, habían sucedido bajo su espléndida sombra.
Unas veinte fotos desparramadas sobre el mantel narraban la vida de su abuelo ante la presencia de aquel testigo mudo de hojas verdes y ramas extendidas.
El relato impactó tanto al pequeño que luego de subir por la copa del árbol comenzó a observar las arrugas del tronco. Desde las alturas, se lo veía tan fuerte y grande que le costaba imaginarlo como a la planta chiquita y flaca que había visto su bisabuelo al llegar a la Argentina. Y sin entender qué le pasaba, abrazó con fuerzas a éste que, desde hacía un largo tiempo, se había convertido en su único amigo.
Minutos más tarde oyó las voces de unos hombres que se acercaban. Esta vez no eran los chicos que iban a jugar a la pelota. Eran adultos y parecían estar hablando acerca de cosas muy serias. Un hombre con anteojos anotaba algo en un cuaderno y otros dos tomaban medidas en el suelo con una cinta métrica, pero no llegaba a entender lo que decían. En un momento el niño escuchó que hablaban de un edificio, que las raíces eran demasiado peligrosas y que si seguían creciendo podrían romper los cimientos. De pronto comprendió que se referían a su querido ombú.
Las voces se fueron acercando y así llegó a oír que durante las semanas próximas enviarían a alguien que se ocuparía de la tala. Inmóvil en su rama, el niño se apiadó de aquél árbol que hacía más de un siglo que vivía allí ofreciendo a todos su amparo generoso.
Debía hacer algo y de modo urgente. Pensó que la gente de su barrio también tendría hermosos recuerdos bajo aquella inmensa copa y, sin pensarlo demasiado, esa misma tarde tocó la puerta de cada uno de los vecinos de la cuadra. Ya no le importó que lo miraran extrañados. Solo deseaba salvar a su amigo. Era tanto el amor que había en sus palabras al explicarles lo que necesitaba, que la gente lo dejaba entrar en sus casas y en pocos minutos se sorprendían contándole sus vidas a aquel chico callado mientras lagrimeaban ante las viejas fotos.
Al cabo de dos semanas, el niño de los cabellos de hojas había recopilado un variado repertorio de fotografías y de historias. Con un carretel de hilo transparente y la ayuda de su bondadoso abuelo, colgó cada una de las fotos en las ramas con cartelitos que decían: "Primer beso de Juan y María", "Cumpleaños Nro. 15 de Pepito", "Golazo de Lucho", "Día que Boca ganó en la bombonera" y toda una serie de noticias, festejos y hechos importantes que habían sucedido junto al árbol.
Cuando el ingeniero regresó al lugar aquella misma tarde, los vecinos del barrio estaban agolpados en el terreno. Vio que algunos reían, y que otros estaban muy emocionados.
El hombre se acercó con el ceño fruncido y un poco nervioso. De pronto, una brisa suave empujó las ramas y las hojas acariciaron sus cabellos. Se sintió atraído por ese sinfín de imágenes de distintos colores que flotaban en el aire y se dejó abrazar por aquellas presencias que alguna vez habían sentido, reído y llorado al pie del ombú. El niño lo vio detenerse ante una fotografía que decía: "Aquí supe que Adolfito nacería".
El ingeniero despegó la foto del hilo y se sentó sobre la raíz peligrosa que al crecer podría romper los cimientos del edificio de sus sueños. Y comprendió que sus propias raíces y las de su pueblo estaban unidas a esa planta dulce y silenciosa que había servido de refugio a los recuerdos de tantas vidas.
Esta vez, el niño de los cabellos de hojas no se refugió en la cabellera de hojas que las ramas le prestaban. Fue a sentarse al lado del Ingeniero Adolfo Pérez quien, sin soltar aquella foto, seguía sumergido en esa pena de tierno sabor. De un momento a otro el hombre comenzó a hablar de su madre, de su infancia y de los partidos de fútbol que había ganado y perdido en aquella cancha del barrio.
Así fue como nació una idea maravillosa, como nacen casi todas las ideas maravillosas: inesperadamente.
-Qué lindo sería tener un bello jardín que rodeara a esta canchita de fútbol, dijo de pronto. - Y una escalinata con un gran escenario donde la gente pueda asistir a espectáculos musicales y obras de teatro. ¿Sería realmente bonito, no?- meditaba, mientras el pequeño asentía con la cabeza.
El niño ya no volvió a sentir la necesidad de esconderse pues había dejado de pensar en sí mismo para sentir a los demás. Entonces hasta su timidez se convirtió en algo realmente poco importante. Aunque jamás dejó de ponerse colorado ni de pensar que estaba haciendo el ridículo sabía que bien valía la pena sufrir esas incomodidades si se trataba de ayudar a un amigo.
Hoy en el corazón de un pueblo, a orillas de un río, late un jardín muy grande y bello donde reina un ombú gigante que atesora los recuerdos de quienes por allí pasean.
Y un anciano con ojos de avellanas escribe dulces historias sentado sobre la raíz de aquel árbol mientras las hojas verdes de sus ramas acarician con la brisa sus cabellos.
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