Miércoles, 16 de septiembre de 2015 | Hoy
Por Jorge Isaías
Después de las intensas tormentas todo volvía al sosiego. Pero las aguas
que habían caído intensamente sobre los campos eran haraganas para irse, para encausar su furia en esos canales que abrían ante la desesperación y la defensa de las cosechas, donde todo varón dispuesto y aún las mujeres se ponían en esa tarea que exigía muchos brazos, casi sin tecnología en aquellos tiempos más que tranquilos y proclives al sacrificio, siempre.
En estos días de muchas lluvias, que la gente llamaba temporales, el trabajo era nulo a campo abierto, pero se aprovechaba para realizar otros bajo techo. Poner en condiciones los arneses que usaban los caballos para ser uncidos a los implementos agrícolas, como arados, rastras, cortadoras de alfalfa, armadoras de fardos luego que desplazaron a aquellas parvas que en las noches semejaban frailes oscuros, y durante el día visitaban bandadas de pájaros que iban a picotear el pasto donde se desplazaban multitud de gusanitos inquietos, que eran su manjar. No sé cómo armaban esas inmensas parvas a horquilla y le ponían varias chapas encima y las construían tan compactas que podían sostenerse sin que las pudrieran las lluvias. Una pala de cortar pasto muy filosa descansaba, apoyada, y cuando se requería su concurso, se cortaba la ración necesaria, que se cargaba en un carrito de dos ruedas tirado por un caballo manso, y se atravesaban los potreros desparramando en breves montoncitos para vacas o caballos que así se alimentaban en invierno, cuando el pasto escaseaba. (Parva se llamaba un inmenso libro de versos de Baldomero Fernández Moreno que editara en el año 1949, justo un año antes de morir. Un bello libro con xilografías de Víctor Delhez).
Pero debo volver a aquellos atardeceres en que se producían los escampes, y en esa calma de fin del mundo, cuando ya las lagunas y los bañados y los canales desbordaban, y la fauna acuática comenzaba a dar voces díscolas, dispares y primitivas, como si vinieran del fondo mismo de la tierra, como si quisieran intervenir sin pedir permiso en el espectáculo de una naturaleza que se maravilla de sí misma.
Los caminos rurales y las mismas y las propias calles del pueblo se tornaban intransitables, una vaga tristeza se iba arrimando a aquella bola de fuego muriéndose, para renacer en ese arco iris que tardará en borrarse en las primeras sombras en que se diluye todo, mientras que dentro de las casas el sosiego cunde hasta en ese haz de lámparas cuando se vayan escondiendo tras las cortinas, donde los niños no se atreven porque piensan en los cuentos que escuchan sobre aparecidos y luces malas que la última vez trajo un tío lejano con sus grandes bigotes de filtrar el vino y ese sombrero negro que le ponía un aire de misterio a su boca que no conocía la sonrisa.
Tal vez alguien recuerde otras tormentas. Otros temporales, otros cañadones que se brotaban de agua que anegaron los trigales, los pastizales, los alfalfares tachonados de florcitas blancas y ese olor que ya no sucumbe al vuelo de ninguna abeja y de ninguna mariposa.
Todo esto traigo a mi recuerdo, lo voy construyendo como un tapiz tal vez que se arracima sobre uno con una intensa pasión acuática.
Y queda en uno las aguas que desbordan hasta la más lejana memoria y ese resonar en los oídos de esa palabra de mi padre que repercute aún en mis oídos.
Qué habrá querido decir cuando trataba de leer el cielo antes de la tormenta y se decía a sí mismo: Ojalá no nos agarre un temporal tan largo esta vuelta. Y sin entender uno rogaba que así fuera.
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