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Viernes, 18 de septiembre de 2015

CONTRATAPA

El acto de decir

 Por Roberto Retamoso

Forma y Sentido. La lengua es como un sustrato infinito de signos, de los que nos apropiamos para poder decir.

Y decir es asimismo un infinito de opciones, que ejecutamos modulados por diversas y heterogéneas variables: biográficas, etarias, sociales, culturales. Por eso decir es uno de los actos más complejos que realizamos siempre, a pesar de los automatismos que lo posibilitan y ponen en práctica.

Decir tiene, de tal modo, algo de conciente y mucho de no conciente. Con no conciente no aludo a ese territorio ignoto que, según el Profesor Freud, nos constituye como seres parlantes. Aludo, más bien, a todo aquello que, pudiendo teóricamente ser percibido por la conciencia, por razones tácticas y estratégicas queda por fuera de su marco en el momento en que decimos lo que decimos en cada caso.

Por ello, cuando hablamos, el discurso es un sentido que deviene, que se va conformando progresivamente, y que nos permite experimentar el momento de su despliegue ﷓en el acto mismo de su decir﷓ como un movimiento inconcluso o un proceso que tiende a su fin sin haberlo todavía logrado. Estamos, por así decirlo, en el lugar de una suspensión ﷓de la voz, de la palabra, y por lo mismo del sentido﷓ que se resolverá cuando nuestra locución se consuma, materializándose como enunciado.

Ese momento del devenir, del trans﷓currir del lenguaje ﷓y por lo tanto del sentido﷓ será así como el tiempo de un timonel en medio de una tormenta bravía: lleno de exigencias y riesgos, a los que se deberá responder con presta destreza. Aunque no nos demos cuenta, a medida que vamos engarzando un vocablo con otro, hilándolos por medio de conjunciones, preposiciones y adverbios, cada paso de la secuencia supondrá decisiones, elecciones y evaluaciones simultáneas, muchas veces contradictorias e incluso insolubles.

Por otra parte, decir puede obedecer a distintos propósitos estratégicos, y ello complejiza aún más la acción no conciente de esa operatoria.

Porque al decir, podemos perseguir fines altamente diversos. Comunicar, pero también emocionar, o persuadir por mencionar los más comunes. No menos común sería el fin de anular, por medio de la palabra, tanto el lugar como la voz de un adversario u oponente.

Hay un saber que nos provee los instrumentos necesarios para la consecución de esos fines: es un saber antiquísimo denominado retórica. Así, cuando hablamos, y vamos procesando opciones diversas sin estarlo pensando, o sin ser concientes de ello, para resolver sobre la marcha la forma y el sentido de nuestro propio discurso, actuamos retóricamente. Hablamos ﷓decimos﷓ por medio de la lengua tropológica de las formas retóricas.

Podemos ser, de tal modo, elocuentes, enfáticos, y también elusivos. O paródicos, satíricos e irónicos, modalidades éstas que se construyen alrededor del denominador común que consiste en la mentada anulación del otro. La historia de la retórica, o mejor dicho, la historia de los discursos retóricos, no es más que la cantera inagotable de esta clase de expresiones, que por reiteradas generalmente no causan asombro.

Hasta que el talento de quien habla quiebra el automatismo y provoca ese efecto. Que suele estar acompañado por la risa que produce el escarnio, como cuando esta noche escuché la última perla de la rica serie que conforma la polémica de raíz criolla y gauchesca: "choripán de oro". Maravillosa figura, en la que resuenan, como en eco velado, las voces insurrectas de Hernández, de Jauretche, y quizás, hasta del Colorado Ramos.

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