Jueves, 1 de octubre de 2015 | Hoy
Por Adrián A. Ruiz
Primero pido perdón por mi atrevimiento de adentrarme en un campo en la cual soy un lego, como es la antropología, pero desde hace un tiempo se me viene a la mente la obra Los argonautas del Pacífico Occidental, de Bronislaw Malinowski, el gran antropólogo polaco educado en Inglaterra, quien impactó en la primera mitad del Siglo XX, con sus estudios sobre una comunidad del pacifico sur, más precisamente en las islas Trobriand, ubicada en lo que se conoce como Melanesia. El etnólogo pudo observar varios institutos comunitarios entre los isleños, y dentro de los que describe, nos sorprende con una rara ceremonia de intercambio, en la cual hoy los expertos, consideran eje de la sobrevivencia de la cultura y de los propios habitantes insulares.
Entrándonos en ese instituto, Malinowski pudo notar que los habitantes de las islas Trobriand, participan junto a otras comunidades de otras islas, que forman el archipiélago Massim, de un curioso intercambio ceremonial, conocido como circuito Kula o intercambio Kula, o más sencillamente kula. El antropólogo polaco había observado, para su extrañeza, que los naturales de las islas se preparan para una expedición marítima de varios cientos kilómetros en canoas, recorriendo las islas cercanas. Ese recorrido, de isla en isla, describe un círculo, y por lo tanto, termina en su isla de origen.
La raro no era la incursión marítima, sino la ceremonia que practican los expedicionarios mientras desarrollan el viaje, ya que van dejando collares a locales de las islas que van visitando y a cambio, van recibiendo pulseras. Esto significa que al regreso traen consigo pulseras de todas las islas visitadas. A su vez, los lugareños de las islas visitadas también realizan la misma actividad, por lo tanto, se van repitiendo estas mismas expediciones recorriendo las mismas islas, y también en círculo, llevando los collares recibidos por los excursionistas visitantes, para entregarlo en otras islas. Porque nadie que recibe un collar, se lo queda, como así tampoco las pulseras, porque el primero los da al momento de visitar otras islas, y las segundas, son dadas al momento recibir los visitantes en su propia isla.
El estudioso polaco pudo contemplar, para su asombro, los efectos provocados por los ceremoniantes, entre ellos, que los collares recorren en forma circular las islas, en el sentido de las manecillas del reloj, y las pulseras, el sentido inverso.
Pareciera, al observador desprevenido, un simple intercambio, aunque extraño, pero sin dejar de ser un simple intercambio de objetos sin valor, que a lo sumo sumaría prestigio si algún habitante de la tribu recibe un collar de algún otro prestigioso visitante. Por el contrario, estas visitas de intercambio ceremonial provocan el tráfico de diferentes miembros de diferentes familias, porque junto a las pulseras y collares, circulan mujeres, quienes forman familia con hombres de otras islas, que no han encontrado pareja en su isla para poder casarse. Esto facilita la reproducción de la sociedad, al permitir el aumento de unidades parentales.
Aumento necesario, si tenemos en cuenta que muchas aldeas de las islas tienen un número pequeño de habitantes, lo que provocaría, de lo contrario, es decir sin la expedición antes relatada, una reproducción de sus habitantes entre parientes, es decir endogámica.
El kula, además de impedir la endogamia, permite una ampliación de la cultura de los habitantes de las islas Trobriand. La endogamia resulta negativa para la reproducción de cualquier grupo social, de tal forma que la hace desaparecer. Entonces podremos decir desde el funcionalismo, que el Kula es una institución que hace a la sobrevivencia de una determinada sociedad y amplia su cultura.
Llevado al Estado de Derecho, los hombres del derecho tenemos un mandato, y ese mandato es que perdure una cultura jurídica humanista, como forma de resolución de conflictos. Y esto hoy se encuentra en crisis, crisis, que parece no ser conocida por muchos de los operadores del poder judicial.
Observamos, por un lado, las acciones y resoluciones judiciales que no resuelven conflictos y por otro, a funcionarios que hacen gala de que los miembros de su unidad parental se encuentran ocupando altos cargos dentro del poder judicial. Podremos sostener, como primera respuesta, que posiblemente la sociedad no tenga la capacidad de entender la iluminación de la familia judicial, pero también podremos entender, y esto no debe resultar para nada descabellado, que posiblemente la cultura jurídica corre riesgo de extinción.
Tomemos dos ejemplos que se reiteran (sin necesidad de tomar casos resonantes y emblemáticos como son el triple crimen de villa Moreno, Paula Perassi, o el caso Escobar, etc), con el objetivo de considerar la posibilidad de la extinción de la cultura jurídica. Uno de ellos, puede ser cuando las audiencias de reclamos laborales se fijan a más de un año del reclamo, lo que nos muestran a primafacie, la idea de que los operadores de la justicia desconocen el significado de vivir con el sueldo de la generalidad de los justiciables, como también significa desconocer las necesidades de hijos en edad de estudio que no se encuentran dentro del poder judicial. El espejo nos refleja que la cultura jurídica se aleja de la solución de conflictos. Es más, los agrava.
También se oscurece la cultura cuando jóvenes vulnerables terminan tras la rejas por responder al estereotipos de la criminalidad mediática, y son liberados luego de meses, posiblemente con la suscripción de un acuerdo de juicio abreviado extorsivo, ya sin trabajo, estudios, familia y sus pocos bienes. Muchos de ellos, con su integridad física gravemente ultrajada. En estos casos, salvo insignificantes excepciones, la familia judicial responde a los designios de la criminalidad mediática, y esto queda prácticamente demostrado, cuando sostienen prisiones preventivas totalmente innecesarias contra jóvenes pobres de barrios periféricos.
Estos son algunos ejemplos que nos muestran que la cultura jurídica se muere, a menos que exista una oxigenación, con nuevos miembros de la comunidad que puedan entender los sufrimientos narrados. Cuánto serviría un trabajador explicándoles a quien fija una audiencia para poder percibir una indemnización que la espera de un año y medio, condena a la indignidad de una familia. Cuanto serviría que un juez o un fiscal sepan lo que es un día dentro de la prisión, lo que se soporta en un hacinado calabozo.
Sin entrar en que se repiten apellidos dentro del poder judicial, y se repiten -que es lo que aquí importa- resoluciones que chocan con la sociedad; igualmente podremos expresar que la familia judicial puede resultar una isla que necesita de la exogamia. Para esto debe salir de sus despachos, para recorrer lo que puede ser para ella remotas regiones (barrios y localidades aledañas donde tienen la jurisdicción), con el objetivo no solo de conocer donde están resolviendo conflictos, sino también para incorporar nuevos miembros que comprendan las realidades de los justiciables, es decir con el espíritu de la ley 26.861 (el ingreso democrático e igualitario al Poder judicial), de lo contrario -anticipo- el destino es la desaparición de la cultura jurídica.
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