Miércoles, 4 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Alvaro Botta
En esta ciudad se siente la soledad. Se la respira y hasta se la puede tocar. Los rascacielos albergan millones de pequeñas oficinas donde los domingos a la medianoche, todavía se pueden ver las luces encendidas. Las personas no logran cumplir sus sueños y la ciudad impone un ritmo frenético que los deja sin alma. Me traslado en bicicleta, no todo es malo. Pedaleo tranquilo mientras pierdo la vista entre edificios de ladrillo visto y árboles floridos que todavía resisten la embestida del otoño. Tenía razón el que dijo "la bicicleta es la máquina de la felicidad".
Me muevo como un ratón entre los autos. Dos camiones bloquean el paso de los vehículos pero paso por el medio. Hago caso omiso al rojo del semáforo, zigzagueo entre peatones que me putean en un idioma que no conozco. "Que te recontra", les gritó sin darme vuelta. Todo es hermoso, salvo ese ruido. Un auto rojo frena para preguntarle algo a un policía y los coches de atrás le gritan que se apure. A una pobre viejita se le apaga el motor de su auto celeste y el mismo ruido le exige que lo solucione.
¡Dios, que se callen los autos! Ese ruido arruina el paisaje. Ese ruido destruye la paz.
¿A quién se le ocurrió ponerle bocina a los autos?
Mientras escribo en el banco de una plaza, un camión de bombero cruza en rojo. Tiene la sirena prendida, pero no es suficiente, porque le agrega una bocina abrumadora. Una señora se tapa los oídos. Dos conductores no consiguen arrancar sus autos. ¡No, no por favor, que no arranquen los autos con ese coro otra vez!
Cuando Oliver Lucas inventó la bocina eléctrica para autos, allá por 1910, no imaginó que su creación iba a convertirse en un monstruo contaminante. En esos tiempos, las personas eran distintas. Se vivía más tranquilo. Se vivía mejor. La bocina se usaba para saludar a las mujeres en la calle, para avisar la llegada o para mover una vaca que bloqueaba el camino.
Tengo un amigo que vive en el centro de Buenos Aires, a unas veinte cuadras del lugar donde trabaja. En las horas pico, o sea cuando todo el mundo va o vuelve de sus casas, puede estar más de una hora arriba del auto. Esa espera, ese tiempo perdido deseando estar en otro lado, logra alterar hasta al más budista. Lo vuelve agresivo y descarga su impotencia en la bocina. Bruno no era así. Ahora, cuando un conductor demora en arrancar, él le pega a la parte central del volante con la palma de la mano. Le pega reiteradas veces, tantas, que me termina cansando.
--Chiche, vos no entendés, la bocina es como mi voz. La necesito cuando manejo.
Me cuenta que una vez le dio tan fuerte al botón, que lo terminó rompiendo.
--No sabes la desesperación. Me había quedado sin habla. O sea, tenía las luces, pero de día no se veían.
Minutos antes, le habíamos tocado bocina a un pelado que se bajó del Renault para pelear.
Vuelvo a pedalear y pienso en los países que obligan a las automotrices a colocar un limitador la velocidad de los autos. Los motores son tan potentes, que si dejaran su fuerza librada al ser humano, habría más muertes que en las guerras. Pareciera que necesitamos que nos regulen para que entendamos el valor de las cosas.
Pienso, de la misma forma que el limitador impide superar la velocidad establecida, debería haber también un regulador en la bocina. Imaginemos que el conductor tiene derecho a un uso de veinte veces mensuales. Pasado ese límite, la misma deja de funcionar hasta el mes siguiente. Las personas guardarían sus cupos para casos de emergencia. Aunque, en realidad, si se cumpliera mi deseo, la gente lo gastaría todo un domingo por la tarde, volviendo de la cancha, festejando una victoria de Central. Debo confesar, que es el único momento en el que ese ruido, se convierte en placentero.
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