Jueves, 5 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Luisina Bourband
La salida de la escuela hoy es diferente, son unos ramilletes que explotan contentos. Muchos tienen abrochados un número en el cuello polo. Las mochilas no son las de siempre, más livianas, portan solamente lo necesario para la consigna de hoy: fotos para contar lo que les gusta hacer, galletitas para compartir. Cómo va, qué tal. ¿Todo bien? Los padres nos saludamos desordenados, mientras nos hablan los chicos con sus voces atonales, y nos cuelgan los buzos transpirados. Hoy conocí una chica nueva, me dice Benjamín, la pasé muy bien. ¿Cómo se llama?, le pregunto. No sé, no le pregunté, con la libertad que da no pretender más que lo que sucede. Flota de regocijo. Me cuenta sin parar durante toda la vuelta a casa, con un entusiasmo infinito, a qué jugaron, qué cosas dijo. Qué hermoso día, dice. Por ahí podemos ir a la playa, digo. Siempre me pasa. Contarle lo que estoy dudando hacer es un reaseguro para realizarlo. Cuando se lo propongo ya no hay vuelta atrás.
Cómo se me ocurre. Ir a la playa un día de semana. Se supone que hay que trabajar, estudiar, practicar, ejercitar, en lugar de retozar, mirar, respirar. Durante la semana laboral, hay verbos habilitados y verbos interdictados. De manera que para volver a desafiar a mi neurosis, dispongo todo para que la lucha se suceda. Apoyada en la firme convicción de Benjamín, que desconoce absolutamente que soy el sujeto cartesiano en pinta, llevamos adelante las acciones necesarias para nuestro pequeño acto revolucionario: ir a la playa cuando nadie calculó que se podía. Días después de un frío bárbaro que no anunciaban este día. Con la derrota política haciendo de lastre en nuestra insignificante vidita. Llevamos los mellis al jardín, dejamos al padre de las criaturas haciendo su corta siesta, sin blanquear nuestro paradero. Preparamos mate, frutas y demás adminículos, y salimos convencidos. Con cierta vergüenza de que me vean portar la reposera un día de semana, con las voces de mis mayores sancionando mi acto, intento ser lo más discreta posible para conservar la solidaridad de clase con el tipo que se muere de calor en el garaje. Me digo a mí misma, es una locura que estamos haciendo. Cuando Benjamín me contesta me doy cuenta que hablé en voz alta. No vamos porque estamos locos, vamos porque está lindo el día, me dice disipando como siempre la nube negra que me sigue. El viento ribereño que me pega en la cara es la seña que necesitaba para afirmar mi acto. La cara de felicidad de mi hijo también. La playa está llena de gente, de personas que han sorteado antes que yo todos esos pruritos o ni siquiera se los han planteado alguna vez. Grupos de jubilados que juegan al tejo. Madres rellenitas con sus hijos, o madres sexys. Una usa cola less y se tatuó una liga de novia en su cuádriceps izquierdo. Parejas de novios jóvenes, atléticos, juegan al volley, se ríen. Me inquieta saber de sus vidas. Qué hacen, cómo pueden estar tan bronceados en octubre y moverse en el entorno como si fuese su lugar asignado por mera naturaleza.
Benjamín comienza con su incansable actividad arqueológica. Me trae souvenirs variados: piedras, camalotes, caracoles rotos, hasta una abeja muerta. Preparo el mate, pruebo de varias maneras cómo sería estar relajada y en qué cosas debería pensar. Mucho no me sale. Sigo contestando el teléfono sin enfocarme en lo más inmediato. De pronto llegan ellas. Son muchas. Niñas bulliciosas con mallas recatadas. Se cambian a la sombra del árbol. Intercambian cosas. No veo qué pero sí el movimiento. El sonido del lugar se realza. Benjamín las cuenta en un intento de dominar semejante aparición. Son catorce, me dice. Profieren gritos cortos conforme van entrando al agua y mojándose unas a otras. La más chica, vestida con una malla rosa que todavía la tracciona hacia la infancia, dice tenebrosa: "hay pirañas", quiere asustarlas desde su mirada gris y sus cabellos rubios. Ninguna se siente aludida por la advertencia. Comienzan a hacer malabares, son juncos acuáticos. La media luna, la vertical, la araña, dan vueltas por los aires entrando y saliendo del agua. Compiten, se ríen, se tiran barro, se acusan. Las mujeres que las acompañan, filman, fotografían. Benjamín proyecta una felicidad tan genuina en su sonrisa, como hacía tiempo no lo veía. La hipnosis a la que está confinado lo lleva a meterse entre ellas, hablarles, ofrecerles piedras que son tesoros. Refulge metido en el gineceo, pero ellas no ven las ofrendas. Son sacerdotisas del deporte, cultoras de la alegría, ninfas salvajes esperando su tiempo de educación. Envueltas en sus propios gritos, ruedan sobre la arena, no hay lugar para el descanso en sus vidas. Todavía.
Me sorprendo tan a gusto. Aún en el fondo de tristeza, aún en miércoles, aún con todo lo demás. Por un corto pero profundo lapso, me olvido de cuánto me costó todo esta semana. Levantarme, trabajar, dormirme, y así en eterno retorno. Cierro los párpados a rojo fuego. El sonido de los niños jugando siempre te vuelve a un estado naciente. Las playas, los veranos que soñé, Corfú, el cuento de Italo Calvino, el balneario municipal de mi infancia, el río Uruguay de mi adolescencia, más cristalino. Todo está allí esperando pista. Un tono, la textura de una piel, algo de un calor olvidado y recobrado. La liviandad.
Cuando subimos al auto, la ciudad está esperando agazapada, como esos Transformers de la película. Se empiezan a armar de nuevo el día, la semana, los finales, ladrillo por ladrillo.
Nos sacamos la arena frotándonos con la toalla, como si tuviésemos que borrar toda evidencia. Demasiado silencio, me dice. Música, me dice, poné música. Empieza a sonar una tecno que va a durar todo el verano. El viento cálido nos vuela los pelos. Cada uno con sus pensamientos. Vamos pensando en el mar que vendrá.
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