Sábado, 7 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Miriam Cairo
Uno.
A los veinte años, mi dios frecuentaba con la misma pasión y asiduidad, los burdeles y las bibliotecas. Sería redundante decir que como todo joven buscaba los extremos y que su autor preferido era Tristán Tzara. Leía poemas en los bares y su primer libro estuvo a punto de titularse "Semilla y aberturas" porque él tenía dadá en el corazón. Sus insomnios crónicos a veces le cansaban el motor y a veces se lo inflamaban.
Dos.
Cuando hablaba con su madre sobre la desesperación que lo invadía, ella lo desconsolaba diciéndole que ningún dios había tenido la dicha de morir tan joven. Mentía, obviamente, como lo hacen siempre las madres.
Tres.
A los veintiún años él no sabía si hacerse monje o caer preso en una cárcel nacionalista. Pudo haberse cortado el brazo derecho y enviárselo al Papa de Roma porque tenía dadá en el corazón.
Cuatro.
A los veintidós, recorrió el país en bicicleta y pudo haber titulado su segundo libro "Cinema calendario del corazón abstracto", pero no quiso ser siempre el portador de la nueva noticia y además amaba una bicicleta que no era ni alegre ni triste, dadá, dadá.
Cinco.
Así siguió la historia. El agua salvaje, los dientes hambrientos, su ojo encerrado en un triángulo, el compartimiento para fumadores, la alegría de los astrónomos, bocanadas de buru buru formando remolinos, las mujeres usando sus lagrimitas a modo de collar, el soplido animal, el hálito salino, el capitán a-a-antifilósofo.
Seis.
A veces elegía a las chicas que trabajaban con las manos y a veces, las que trabajaban con los pies. Una madrugada, mi dios dijo "mírame y serás color". Yo lo miré y me creó con la costilla de una palabra. Fui la doblemente creada porque yo tenía dadá en el corazón.
Siete.
También las serpientes lo amenazaban a menudo y él, cuidándose de los ojos y de los azules, escondía sus milagros detrás de la puerta porque la divinidad le vino como un sorbo de buru buru.
Ocho.
También predijo que después de la guerra vendría la guerra y que las alondras estridentes se quebrarían contra un espejo, porque él tenía dadá en el corazón.
Nueve.
Y no hablemos del solsticio.
De los días cambiantes.
Del guerrero negro
que cantaba el aleluya blanco.
No hablemos de Paris, Palermo, Pisa, Buenos Aires y Berlín.
No digamos ni mú sobre la gran belleza metafísica
de los alfileres,
de los acentos prosódicos,
de los tormentos.
Diez.
No hablemos de los vehículos y los peatones. Había en él un stress por circular. Por eso condujo su historia hacia donde no había mucha gente. Punto blanco perdido en una blancura tan larga de imaginar que la cortó en mil pequeños detalles de arroz transparente.
Ultimo.
Antes de volverse eterno, dio un golpe de arco y escribió la canción autobiográfica de un ciclista que era dadá de corazón.
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