Jueves, 21 de enero de 2016 | Hoy
Por Luisina Bourband
Estamos parados en el descanso de la escalera, esperando para poder usar el baño que está tomado por una adolescente. El padre de las criaturas me cuenta su sueño, en voz baja: yo le decía que iba a tener que perder la ilusión para poder amarme. No me cae bien, pero por ninguna razón particular. La antipatía con la que transito este mes se acrecienta día a día, y se encuentra en estado salvaje por las mañanas. El sueño es un destilado exacto de mi ánimo. Por eso estamos juntos, nos soñamos uno al otro. Nos decimos las cosas de esa manera.
Es que enero me engañó. Me cambió promesas por migraña. Enero: ese mes dorado que se presenta como un oasis de concreción de lo postergado. Leer la literatura que compré, y junta pelusa en los rincones. Ver películas como loca. Escribir los tramos de la investigación en la que no me pude concentrar durante el año. Coser, para recuperar la filiación femenina familiar. Pasar tiempo con mis hijos en lugares abiertos. No tener horarios. Hacer gimnasia. Pasear. Salir con León a tomar algo. Luego tener mucho sexo. Dormir para recuperarme, y volver a empezar. Frente a este infierno de actividades, la ilusión es lo primero que pierdo. Después me desorganizo en un sinfín de actividades inconexas. Por último, me rindo. Y, mientras el país se cae a pedazos, yo hago lo que quedó pendiente todo el año: ordeno los placares.
Hablo con una amiga que llegó ayer de las vacaciones, tres hijos chiquitos, pareja en crisis coyuntural. Hace su balance: "Por lo menos no tuve que cocinar". Nos veremos dentro de unos días, porque ella también está ordenando placares, estrangulando toda su inteligencia.
Hay un momento de la vida en que acomodar placares es del orden de la urgencia subjetiva. Sacar, tirar, airear, nos convoca. Nos promete una vida más depurada. Como dice otra amiga: "Ver cosas por todos lados me contamina visualmente". Ella se levanta a las seis de la mañana para ordenar la casa. Es una casa sin objetos en la mesada y sin juguetes tirados, con camas tendidas y heladera sin imanes. Envidio profundamente su capacidad para no acumular, aunque temería vivir así.
Este mes dorado, cúmulo del deseo, protector de los placeres, reservorio de los disfrutes, se reduce a la intensificación de las siguientes acciones:
* Juntar: las madres juntamos cosas del piso. A eso se debe nuestra incipiente joroba, porque no lo hacemos como lo predica el método Feldenkrais, utilizando la fuerza de los cuádriceps, sino poniendo todo el peso en la espalda cansada, que sube y baja sin cesar. Juntamos ropa sucia, juguetes, botellas vacías, galletitas, chizitospisados, DVDs rallados, zapatos impares, niños que se arquean, llorando, entre otros.
* Pesquisar y seleccionar: Varias veces al día revisamos las alacenas, buscando el elemento que ponga algún tipo de distancia entre los niños a cargo y nosotras, como ser: cereales, galletitas, o los deseados caramelos. Estos tienen efecto rebote: dejan al niño contento y embelesado un rato más, tiempo que nos permite terminar de leer alguna frase, ver el final de una película, o escribir alguna idea, para luego cobrárselas con la hiperactividad del exceso de azúcar en sangre. Si los elementos encontrados en las alacenas son chiquitos y de colores, el éxito está asegurado (teniendo en cuenta que tendrás que barrer todo después). Incluso llegamos a ceder nuestro acopio de barras de cereales o de arroz inflado que compramos para la dieta. También revisamos la heladera concienzudamente, y tiramos comida vieja guardada en los tuppers. Esa tarea lleva bastante tiempo, porque incluye lavar y guardar los recipientes vaciados, que, de lo contrario, rebotan por la cocina. En vacaciones, lavamos hasta que las manos se anquilosan, abrasadas por el detergente.
* Comprar: aunque creas que tu tarea del maternaje es de una alta moralidad, la mayor parte del tiempo, lo que hace una madre es comprar. Salir a comprar. Obligarte a elegir en forma permanente: qué leche, qué galletitas, qué pañales, qué ropitas. Entre los otros cientos de productos para madres y niños que se han inventado para hacerte "la vida más fácil", hacer la compra para alimentarlos con cosas que no van a comer. Salir, con los niños gritando, otro agarrado a la manija pidiendo cosas, esperar en los negocios, maniobrar con lo obtenido en el buche del coche, que se duerman en el recorrido y se despierten cuando llegás, pinchando toda la esperanza de las cosas que harás.
* Desvelarse (para seguir durmiendo): Son incontables las noches en que me sorprendo lúcida, pensando sin rumbo, haciendo listas, siguiendo el trabajo del orden que comencé con los placares, poniendo y sacando cosas de lugares en mi casa imaginaria. La noche acrecienta, profundiza, vuelve serios los miedos y los deseos. La protagonista de la película Joy, Jennifer Lawrence, se duerme apoyada en la escalera. Su padre le dice que sueñe para encontrar en sus sueños la solución a sus problemas. Ella, con toda una bizarra familia a cargo, le dice que sólo quiere dormir.
¿Dónde quedan los mensajes de una madre, cuando su sueño es negado durante años? ¿Dónde queda su inteligencia mientras se ocupa del polvo, la comida, de los orificios de los otros? ¿Dónde queda su cuerpo, alzando objetos y niños, vaciando cuencos? La maternidad es el tiempo en que concedemos vivir al ritmo de otras vidas. Por suerte, eso amaina. Por suerte, ese estallido del yo nos vuelve locas, y muchas veces, nos gusta. Por suerte, eso incluye la escalera, donde podemos dormir, o encontrar a León, que me sueña, y, al oído, me lo cuenta.
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