CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Estamos en enero y no ha florecido el ibyrá. No han aparecido esas flores amarillas que son el encanto de este barrio, podré decir sin ofender y para no abundar, escribió David Viñas para siempre. Bien escoltado por añosos fresnos y un ceibo que plantó mi madre, es el más alto de todos, este árbol único en el pueblo que debo a la bondad de mi amigo Roberto Cocco, entrerriano cabal que vive radicado en Santa Fe desde casi siempre. Allí está grabando música y el canto de los pájaros que viene a ser lo mismo.
Conocí primero al ibyrá en un poema de mi amigo Alfredo Veiravé hasta que su presencia real se me hizo acto justamente en la casa de Roberto y de su mujer, Graciela Fracchia, entrañables amigos de siempre. Enamorado de ese árbol que abunda en las zonas húmedas, ellos me dieron una breve planta en una macetita, de no más de cinco centímetros, y lo demás lo debo a la sabiduría y el amor por los árboles y las plantas que tiene mi hermano, quien eligió una punta del terreno vecino a la calle y cuando creyó que ya el traspaso de macetas era oportuno, lo plantó. Hoy, siendo el árbol más joven está entre los más altos, incluso que los añosos sauces que ha plantado hace cincuenta años mi padre.
Desde el verdor pleno de los fresnos tomo mates y lo contemplo. Está realmente magnífico y atestigua en su majestad las peleas de las calandrias con todo pájaro que se acerque por allí. Pirinchas, benteveos, gorriones bullangueros, algún cachilo suelto y este casal de zorzales que vino no sé de dónde y pretende hacer nido en sus ramas donde este año hizo su aparición una viudita solitaria y donde rondan tacuaritas confianzudas y no conscientes de su brevedad sonora en este mundo de injusticias. Los únicos que no son molestados son los horneros, que bajan del ibyrá apenas mi hermano corta el pasto a comer esos gusanitos minúsculos que deben ser su manjar más apreciable. Los picaflores merecen otro capítulo en esta breve novela del ocio, según mi madre.
Si bien estamos en verano y tal vez el más tórrido en años, pareciera que no se hubiera hecho presente todavía porque no se ha oído una sola vez, esa monótona sierra que usan las cigarras, cortándolo todo en rodajas, para que sepamos muy bien qué es esta estación.
La novedad auténtica este año ha sido la aparición de un grupo muy pequeño de mariposas, de diversos colores. Que eran las que en mi infancia abrían el verano, junto a las sandías del Gordo Ugolini, atravesando el pueblo que recién nacía. El pueblo que aún no tenía quien le escribiera sus historias.
Es más, en aquel tiempo el pueblo estaba en blanco, porque estaba virgen de cualquier historia.
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