CONTRATAPA
› Por Irene Ocampo
Juntó varios elementos para llevarlos a la sesión. Habían estado preparándola con varios días de anticipación. Pero así y todo, debía repasar el listado, y obvio, como era su costumbre llevó cosas que eligió en el momento. Le gustaba improvisar, y su pareja lo sabía. Era parte del acuerdo, ella improvisaba y luego podía ser descartada esa parte de la sesión. Pero casi nunca sucedía. Todo lo contrario.
Respiró profundamente, se puso los anteojos negros y salió a la calle soleada del verano. Cuando llegó al departamento estaba empapada de sudor. Tuvo que pasar por el baño, mientras su cuerpo se aclimataba nuevamente a la penumbra fresca de ese lugar. Era por cierto la última vez que sesionarían allí. Las desventuras inmobiliarias impedirían seguir alquilando el lugar en el futuro.
Llegó primero y mientras esperaba a la otra, tomó un sorbo de agua fresca. Por un momento lamentó no haber traído algo más fuerte en el bolso. Hubiera dado con gusto unos sorbos a una petaca de whiskey, pero la dejó en su casa.
El ambiente despojado, sólo tenía muebles mínimos, entre los que destacaba la cama con respaldo de barrotes metálicos. Mientras recorría por última vez el lugar, preparó la batería de elementos sobre un mueble comodín, antes de cambiar su atuendo. Hoy le tocaba vestirse de religiosa, sexy, poderosa y perversa. Como era su costumbre lo que menos le interesaba era hacer despliegue de vestuario, usaba lo mínimo para influir y dar el efecto pedido por su compañera. Al momento de calzarse lo que funcionaba como tocado, escuchó que entraba al departamento, y daba la típica señal sonora con las llaves al entrar.
Se saludaron con un beso en la boca. Suave y húmedo. La sonrisa cómplice ya asomaba en el rostro de la otra al ver su atuendo. Y más aún al ver los elementos ordenados sobre el mueble. Ella, en cambio, no tenía atuendo especial. Debajo de su ropa de calle, traía un corset, oscuro y sedoso. La vestida de religiosa la ayudó a quitarse todas las otras prendas, mientras la inspeccionaba. El juego de las miradas había comenzado. La sesión ya se iniciaba. El gesto de dejarla de espaldas hacia ella, y frente a uno de los espejos de la sala, respondía a la sensación ciertamente adrenalínica de que los azotes no se harían esperar. La religiosa, una tal Sor algo, se iba a encargar de hacerle saber cuáles eran sus faltas. La sesión de despedida de aquel lugar había empezado.
Con una mano le sostenía con firmeza las dos muñecas mientras con la otra azotaba sus nalgas. Primero la izquierda, con un objeto duro, plano. Una regla de madera que encontró mientras ordanaba su cuarto. Era un objeto antiguo, y tenía en uno de los bordes un alma metálica que la hacía aún más hiriente. La otra lanzó algunos gemidos. La tortura le daba la suficiente sensación de impotencia y también de control. Luego de que las nalgas lograran el tono rojizo querido por ambas amantes, la vestida de religiosa inspeccionó con sus dedos la humedad en la vulva de la otra. Una leve sonrisa reflejada en el espejo le advirtió a la otra que se había mojado como a la otra le gustaba. No era algo que pudiera controlar. Ahora sólo tenía consciencia de sus nalgas doloridas, que latían orgullosas luego de los azotes.
Todavía sujetas sus muñecas con la mano de la otra, giró y hubo un intercambio de miradas. El ruego en una, la admonición en la otra. Era el momento de cubrir sus ojos. Ahora comenzaba la etapa sonora, entre susurros le hizo saber que seguiría siendo castigada por sus desobediencias, sus caprichos, y sus insolencias. Era el momento de ser sujetada a los barrotes de la cama. SI se escapaban gritos sería amordazada. Mientras se movía en símbolo de protesta, la vestida de religiosa aprovechaba y azotaba sus muslos, en alguna oportunidad también la mordió, y le dejó una marca hermosa, con todos sus dientes. Quedó atada convenientemente con ataduras improvisadas con algunos pañuelos. Antes de penetrarla, la preparó. Se acercó a su oreja y le dijo lo que le haría. Le dijo que se lo merecía por insolente, por puta. Cuando dijo esa palabra, la que estaba atada tragó saliva y tal vez se mojó aún más. Sabía que lo que le tocaba no era lo esperado, no sabía qué era, y podía gustarle como no. Sintió algo frío en su vulva y mucho líquido que la mojaba aún más. Sintió los dedos de la otra meterse en su vagina, y algo frío la hizo sobresaltarse. Quiso gritar, pero no pudo y lo ahogó en la mordaza. También quiso llegar al clímax, pero se contuvo. Sabía que habría recompensa.
La vestida de religiosa se le acercó y le retiró la máscara. La miró con dulzura y asintió levemente la cabeza, aprobando su reacción tan controlada. Cerró apenas los ojos y le pidió agua. Su reacción hizo que la vestida de monja se sorprendiera, cuando le acercó un cubito de hielo que le humedeció los labios para que bebiera mientras se le derretía en su boca. Entonces comprendió qué fue lo que sintió en su vulva. Entonces no se pudo controlar más y terminó acabando con los dedos de la otra en su boca inundada del agua derretida, mirándola azorada, y enganchada tal vez, pidiéndole más. Pidiéndole más pequeñas torturas sexuales. Haciéndole saber que su deseo aumentaba, que su excitación crecía. Que su improvisada tortura había sido lo que la había terminado de llevar al clímax, una vez más.
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