Sábado, 20 de febrero de 2016 | Hoy
Por Leonel Giacometto
El me había prometido Brasil. Y hasta fue él mismo quien me llenó la cabeza sobre ese país, sobre las ganas de conocerlo y sobre la posibilidad de un descanso exótico, dijo, bien al norte, más allá de Río. El me prometió Brasil y me convenció como lo hacía siempre y como sólo él sabía. Mi marido entraba a mi cuerpo de forma intensa y real, sobre todo real. La forma (única) en que él me hacía el amor fue siempre la manera que tuvo para convencerme. De todo, siempre, él. Desde los primeros meses de noviazgo, cuando apenas afinaba la técnica. Aprendió conmigo a convencer mujeres pero no varones. Esto lo supe después.
A las mujeres de mi posición pocas cosas logran convencernos de los hombres. Muy pocas. Sobre todo cuando la economía es una materia que supimos dominar más discretamente que ellos, mucho antes de ser alguien digamos, cuando no éramos nadie como quien dice, cuando éramos el montón.
Mi marido tenía una fortuna cuantiosa y envidiable para muchos, pero cometió un grave error que con el tiempo pagó caro. Lo del singular en cuanto a las consecuencias de su error es un decir, a mí me aniquiló sentimentalmente aquel mal cálculo financiero. Mi marido había hecho mucho dinero de golpe (en dos años para ser más precisa) y eso, con el temperamento poco afable que mi marido poseía más un socio judío y traidor, lo llevó a la ruina de un día para el otro, de Tokio a Buenos Aires y de ahí, como se dice, a los caños. Con menos contactos e informantes que una, fui yo entonces quien lo salvó de ir preso diez años por desfalco y malversación de fondos públicos. Debía hacerlo, por él y por mí.
Yo siempre pensé en una especie de maldición sobre las mujeres de mi posición en cuanto a no encontrar jamás al hombre ideal, al varón con las características precisas y calificadas para ser el macho de una como dicen por ahí.
Tuve cientos antes de mi marido. Y hasta tuve muchos estando casada. No miento. Lo hacía por curiosa, por poderosa sensación de poder hacerlo sin culpa alguna, por graciosa, por aburrida, por darle una lección a mi marido. Pero nadie, absolutamente nadie, tenía la pija que tenía mi marido. Jamás conocí a nadie como él, conmigo. Nadie con esa pija suya que se adaptaba a mi cuerpo como un retardador psicomotor, que agita sobre la fatiga y la transporta a una serotoninérgica, fluvial, acorde. Nadie con ese pedazo tan proporcionalmente perfecto en la disposición de su carne, tan renovado siempre, tan concreto, tan ajeno al melodrama. Nadie me hacía sentir lo que me hizo sentir mi marido desde aquella primera vez que entró, perfecta e irresistible, a la ascensión de mi vida afectiva. Su poder de convencimiento y mi deber como esposa. Soy la hembra que debe responder a ese poder. Eso pensaba y al menos en lo dopaminérgico, en lo que me convenía digamos. Lo de la conveniencia puedo discutírselo a cualquiera a riesgo de salir herida, pero mi marido me hacía mecer lenta, irreductible, dispuesta a seguir construyéndome esto que soy. O era. Y aquí está la cuestión.
Nada me turba tanto como pensar mi propia decadencia. Esto es real. La decadencia, el efecto del deterioro, la inexplicable certeza ésta de que, como se dice, una puede pudrirse. Como mi marido se pudre ahora, aquí, pero sin vida.
El apellido de mi marido era Gastaldi pero yo siempre fui Soto, Marcela Soto, biotecnóloga y genetista recibida en Esturgad gracias a mis calificaciones en el Instituto Balseiro, en Bariloche. Fui investigadora modelo de L'Oreal y representante exclusiva de Christian Dior después. Accionista (aunque muy minoritaria) de Bayer, también. Trucos de la vocación que nunca logra encuadrarse en esta ambición clara y pura por ser lo que soy. O era. Un decir más bien sobre lo que yo siempre quise tener: altura. Y desde el laboratorio de L'Oreal supe que la altura se gana, sobre todo, con la actitud firme por subir. Escalar es una palabra que está muy maltratada hoy por hoy. Algún día alguien escribirá sobre aquello de aprovecharse de las debilidades ajenas como una herramienta para subir. Y estoy segura que lo que se escribirá hará hincapié en la lamentable pero irresoluta voluntad del otro por ser como se dice peldaño de otro, y sobre cómo esto es una verdad que se entiende a medias o se hace qué, y a nadie le importa el real daño colateral de mundo. Pero ése es otro tema que no me importa ni me importó jamás. Las mujeres de mi posición trocaron ligereza con oportunidad y una vez detectada la grieta por la cual, como se dice, una ingresó con intenciones de derrumbe y reconstrucción verdadera, ahí decía, empieza la cuestión de la soledad. Odio estar sola. Odio los silencios tanto como a las malcasadas, aquellas mujeres que no pueden defender su amor porque la moral les tara la cabeza y se dejan, estúpidas y como se dice, hacer de todo. Y eso que Gastaldi me dio varios cachetazos cuando, porque sí, aquella vez me hirvió la sangre por saberme cornuda. Su pija me convenció entonces. Como lo hizo con Brasil, país que nunca logré conocer después de todo.
Escribir agota.
Lo que aparece como una simple, amargada y desoladora acción del destino es en realidad una venganza del espíritu. Esto lo sé ahora, mientras cuatro argelinos de no más de veinte años cada uno me tienen cautiva en algo que parece la habitación de uno de esos hoteles de ruta que salen en las películas. Existen parece y aquí estoy encerrada sin otro contacto que estos argelinos de color violeta rancio a quienes no les entiendo nada de lo que dicen, y quienes nunca se hicieron entender sobre lo que querían con nosotros.
Con mi marido éramos nosotros. Y éramos hace dos meses (creo), cuando íbamos camino al aeropuerto. Algo pasó. Yo conducía y Gastaldi me hablaba de cierta inversión en tierras patagónicas para cuando volviésemos de Brasil, adonde íbamos por un mes. Pero algo pasó.
Yo estoy convencida que son argelinos. Son morochos violáceos y todos iguales entre sí y ninguno, a pesar de ser fornidos, pasan del metro sesenta. Los argelinos son todos petisos y no sé qué quieren en el mundo. Mi marido quiso saberlo, trató de entender qué decían y saber por qué nos tenían a los dos, desnudos, en esta habitación de este hotel irreal. Lo molieron a golpes sin ninguna explicación, porque sí, digamos. No sólo el amor es ilegible. La violencia también y hace dos meses (creo) que está envuelto en una alfombra ocre, pudriéndose al lado mío y despidiendo un olor que ya me es familiar. El deterioro se puede oler.
No entiendo cómo no nos encontraron. No entiendo cómo nadie organizó una búsqueda internacional, cómo nadie hizo un rastreo satelital. Cómo siguen las empresas, cómo están los perros, los deseos tardíos de ser madre, los perros, mi útero maltratado, las causas judiciales de Gastaldi no entiendo cómo no dieron con nosotros. Tampoco entiendo este secuestro, este chantaje por nada. Gastaldi está muerto por nada. Estos cuatro argelinos lo mataron como seguramente quieren hacerlo conmigo. Es un impotente espectáculo de desmoronamiento éste y no entiendo el motivo. Sin embargo, no quiero morir.
Hay algo implacable en esos argelinos y es cierta humedad que tienen en los ojos. No es llanto, más bien parece un filtro, un elemento para no ver algo o para ver de más. Esa debe ser su diversión. Como lo debo ser yo también. Se me dio por pensar que estos cuatro argelinos están pagos por alguien a quien Gastaldi y yo supimos despreciar. En ese caso, ¿por qué no decirlo, por qué no hacer material la revancha si las condiciones son éstas?
Escucho pasos. Deben ser los argelinos, que vienen a matarme, o a jugar con mi cuerpo como hicieron anoche, y antenoche.
Ojalá me maten.
Estoy tan arruinada que me siento, sin embargo, entusiasmada por el impacto que será no estar más acá. Sólo que no podré escribirlo como se dice. Una pena de los parámetros que no convence como lo hacía Gastaldi. Esto lo sabré después, cuando ya nada importe.
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