Jueves, 25 de febrero de 2016 | Hoy
Por Luisina Bourband
No sé si elegir la elegante musculosa negra con brillos, o la de la mariposa plateada, más frontal. Sí, volvió el sábado de la salida nocturna. Sin forzar, los elementos convergen: una invitación, la niñera que puede venir, la semana que termina con un poco de dinero para gastar, ningún niño enfermo para cuidar, la dosis de sueño aceptable. La promesa me predispone como una adolescente. Me quedo con los aros grandes, en cascada. Siempre, cuando puedo salir, me pongo más o menos lo mismo, siempre me pinto más o menos igual. Siempre se me nota lo desfasada. De hecho, ni bien bajo, la niñera me bocha los aros, porque ahora se usan los collares, y quiere evitar que me convierta en un testimonio lastimoso del "salgo muy poco".
Flaca escopeta, que es una inspectora cabal, estudia mis movimientos. Los varones ni siquiera me notan, embobados en la tele, pero ella, certera, arrima el banquito de lavarse los dientes, se sube y se mira en el espejo. Le pide a la niñera que le traiga vestido y zapatos "nuevos". Su pedido es consentido en el acto. Frente a esa seguridad, no hay disuasión posible. Cada una de sus acciones son mímesis de las mías. Se cepilla el pelo, acomoda las pinturas, se mira concentrada en el espejo intentando un trazo lineal sobre sus párpados. Pide que le pinte los labios y aprueba su imagen, contenta. Se apropia de mi pequeña cartera para colocar dentro de ella algún rubor, los chupetes, los autitos del hermano, galletitas, un pedazo de bandera argentina y un cordón. Después de perfumarse, pasea por el living meneando el vestido. Ahora tiene tres carteras que le cuelgan ceremoniosamente. Sale al patio y realiza el ademán de abrir la puerta con las llaves que usa para jugar.
La veo de atrás, sus bucles rebotan. Pienso en el futuro: Compartir un espejo. Convalidar un cuerpo. Verlo despedirse. Somos presas del logrado plan femenino. Su eterno retorno. Las mujeres de mi familia, pero también las mujeres y las familias. Las mujeres, sus madres, y las madres de las madres. Recuerdo un día que mi madre estaba por salir, yo la acompañaba mientras se pintaba. Le decía que no sabía si creer en Dios. Vos creé por las dudas, me decía, mientras engrosaba sus pestañas con el rímel.
Los sábados, con mis hermanas, nos hacíamos la ropa para salir a la noche. La mesa del comedor era un bullicio. Venían amigas imantadas por el gineceo textil, sorprendidas por nuestra pericia. Por momentos nos concentrábamos y nos visitaban silencios intermitentes. En un fondo de comúnunidad, de oficio compartido, las historias se sucedían. Mi madre contaba la vida de sus primas, intrépidas, arrojadas a la vida sin vacilación. Desamparadas, a veces amadas. Interrumpía para indicar: "el filo angosto de la tijera para abajo, rozando la mesa, nunca la tela en el aire".
Nos reunía el maravilloso pájaro del aburrimiento.
La promesa de despegar.
Hacer las cosas con las propias manos.
Ver la tarea terminada.
Sólo así poder pensar.
Cuanto más olvidadas de nosotras mismas, tanto más acuñábamos lo esencial.
No hacía falta que LeviStrauss lo dijera, ni que Lacan lo acentuara, nosotras ya lo sabíamos: cortar es pensar. "¡Esto parece la hebra de María Moco, cosió un vestido y le sobró un poco!", decía mi madre intentando transmitir la medida de las cosas. Queríamos, en la costura del vestido, reencontrar la hebra infinita del tejido. Convertirnos en unas Penélopes. En verdad éramos demasiado inquietas para la espera. Queríamos vestirnos, y del magma textil inicial, recortar una forma humana, salir y respirar.
León me dice que ya es tarde. Los varones pelean por si ponen la peli de Lego o de Cars, ajenos a lo crucial.
Queríamos mostrarnos las texturas que dan a las cosas su relieve, pienso. Busco otra cartera, voy saliendo. A través de la ventana, miro sus ojitos, que siguen, palmo a palmo, mi andar.
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