CONTRATAPA
› Por Leonel Giacometto
Había recorrido catorce tiendas buscando su número, su talle. Por fin, aunque algo inconforme con el color, dio con un blue jean de su medida. El vendedor le repitió tres veces si quería pasar al probador. Ella, aunque algo inconforme con el color, le dijo que "ése" era su pantalón. Y lo compró.
Comenzó con la pierna izquierda, que a la altura de la pantorrilla se negó a seguir. Hizo un esfuerzo, y el blue jean siguió camino no sin obstáculos. Más allá de las rodillas, las dos piernas ya estaban semicubiertas de celeste claro pero todavía faltaban tres esfuerzos más: la cola, el cierre y el botón. Se tumbó despacio en la cama emulando (efímeramente) a su patrona cuando ésta le pide abrochar el botón de esos blue jeans bordados con pintitas rojas a los costados. Pensó un minuto en la facilidad con que su cola se adaptó a la tela del pantalón. Después se dijo que con el cierre y el botón no sería igual. Y así fue. El cierre estaba abierto en una perfecta 'V' y el botón se alejaba tanto del ojal como ella de sus sueños. Escondió, tiró hacia atrás su estómago, sintió que lentamente el cierre ascendía. Hacía tres meses que asistía a un taller de escritura, y ese día llegaría tarde para que todos vieran (sobre todo Laura) que debajo de esos anchos vestidos floreados había dos piernas. Marilín, hinchada pero feliz, usaría pantalones por primera vez en su vida.
Apenas terminada la escuela primaria, en su Bolivia natal, Marilín se había dedicado al cuidado de su abuela materna, que la había atropellado un caballo y que murió cinco meses después. Sin parientes (su madre, según su abuela, se había fugado una noche con su padre cuando ella tenía dos meses), decidió dejar su país alentada por los sueños y palabras de Silvia, su única amiga de la infancia. Llegaron las dos a Rosario después de muchos días de viaje y con la certeza de haber llegado a Buenos Aires. Fueron a una pensión de la calle San Martín. Al tiempo, Silvia quedó embarazada de un vecino de la pieza donde vivían, quien, apenas se enteró, abandonó raudamente la pensión. Así, después de un aborto secreto que realizó una vieja enfermera que vivía en la pensión, decidió volver a Bolivia. Marilín, que nunca supo los motivos de la partida de la otra, optó por quedarse: había conseguido trabajo en la casa de los Hernández. Limpiaba, lavaba, planchaba y, a veces, cocinaba. Una tarde de septiembre, limpiando el desván de la casa, encontró un libro al que le faltaban las tapas. Aunque ocre, polvoriento y con varias decenas de hojas rotas, ella lo conservó. Acostada comenzó a leerlo, y sin saber exactamente quién era Emma y qué cosa le había sucedido, Marilín sintió su respiración agitada aquella vez. Una silenciosa sucesión de imágenes explotó en su cabeza. Agitada, se levantó de la cama con un gesto torpe. Buscó papel y lápiz. Encontró un pequeño lápiz negro al que le sacó punta con un cuchillo y, como no dio con una hoja en blanco, garabateó unas palabras en un trozo de papel higiénico: "Sobre todo esos vestidos largos y anchos imensos. Esos colores y esas flores estendida en fila para abajo como queriendo despegarse y estreyarse contra el suelo. Sobre todo no poder yebar pantalone ni esos dibino blu yin que refirman el cuerpo y paresen tan comodo. Sobre todo eso no poder", escribió esa noche. A la semana siguiente, volviendo de la casa de los Hernández, cansada y siempre hinchada, se anotó en el taller (gratuito) de escritura de la vecinal del barrio de la pensión. Allí, entre maestras jubiladas y poetas inéditos, conoció a Laura.
Tenía la misma edad de Marilín (veintiséis años). Era muy delgada y alta. Sus ojos eran marrones y oscuros. Su piel blanca contrastaba con la de Marilín. Lacia, tenía una cabellera que terminaba más allá de la espalda; a veces la traía suelta pero el calor la obligaba a realizarse una complicada trenza que comenzaba siempre en la frente. Era peluquera, y junto con Marilín, eran las más jóvenes del taller. El primer día, el profesor, un anciano bajito y miope que se presentó como Alberto Ríos, pidió se formasen cuatro grupos de dos personas cada uno (eran ocho). Marilín y Laura formaron uno. La consigna fue presentarse y describir la ropa del otro. Tímida para hablar, Marilín se presentó someramente: "Me llamo Marilín, no soy de acá pero vivo aquí a la vuelta". Laura, extrovertida y locuaz, utilizó más palabras: "Yo soy Laura. Soy peluquera y atiendo en la casa de mi mamá. Tengo un hijo de ocho años, Martín, que es hermoso. Su padre es un hijo de puta que se borró hace siete años con Patricia, mi prima". Marilín apenas sonrió, la timidez le prohibió hacer algún comentario y se dedicó a describir la ropa de la otra en la primera hoja del cuaderno a rayas que había comprado exclusivamente para el taller. Al escribir la palabra "lindísimo" para referirse al blue jean ajustado de Laura, se le ocurrió pensar qué estaría escribiendo la otra sobre el ancho vestido rojo y verde que llevaba puesto y que tanto odiaba porque le recordaba la vida en Bolivia.
-Me gusta tu vestido, pero tendrías que atacar las camisolas y los vaqueros -sentenció Laura mientras escribía. Y allí Marilín supo que un blue jean era un vaquero, que no era tan descabellada la idea de comenzar a usarlos y que Laura, de alguna manera, leía la mente.
En la tercera reunión, más suelta, Marilín le contó a Laura de Bolivia, de su abuela, de Silvia y de los blue jeans bordados con pintitas rojas de la Señora Hernández. También del libro que había encontrado una tarde y de cómo esa lectura la alentó a escribir.
-¿Cómo se llama el libro? -preguntó Laura.
-No sé, pero hay una mujer que se llama Emma, con dos emes.
Laura la miró sonriendo.
-Es Madame Bovary, seguro. Madame Bovary se llamaba Emma, con dos emes. ¡Me encanta ese libro! Yo no soy de leer mucho pero, una noche, cuando estaba embarazada de Martín, desvelada y sola, lo leí de corrido -dijo Laura. Marilín abrió la boca, Marilín pestañeó lento y volvió a pensar que Laura, de alguna manera, además de leer la mente poseía poderes adivinatorios. A la semana siguiente, envuelto en una bolsa de nylon, Marilín llevó el libro al taller y se lo mostró a Laura.
-Viste, es Madame Bovary. Pero le faltan hojas, muchas hojas.
-Así lo encontré.
-¿No sabes cómo termina?
-No.
-Te lo voy a traer completo para que leas el final, ¿sí?
-¿Me ves con blu yin? -preguntó Marilín con toda la cabeza cubierta de espuma blanca.
-¿Con qué? Ah, con un vaquero. Sí, ¡cómo no! ¿Nunca usaste pantalones?
-No.
Laura masajeaba frenéticamente los cabellos duros de Marilín y pensaba la forma de decirle algo alentador sobre su cuerpo. La miraba sentada en el sillón de su improvisada peluquería: tenía los ojos cerrados por los movimientos de sus manos en su cabeza; parecía dormida. Laura disminuyó la fuerza de sus masajes para no alterarla y para dejar que el agua tibia corriera libre por sus cabellos, ahora sedosos. Pero seguía sin encontrar palabras. Una y otra vez tenía la imagen de Marilín sola en una pieza leyendo un libro sin final. Se le ocurrió contarle (inventarle) la historia de una amiga que siempre estaba en conflicto con su peso, que lentamente dejó de comer, que poco a poco fue perdiendo el humor, que el novio la dejó por ser demasiado flaca y que la anorexia casi la llevó a la tumba. Pero no encontró las palabras para comenzar y terminó diciéndole: "Envidio tus tetas" y dio el primer tijeretazo.
***
"Acaba de recibir la cruz de honor", leyó y cerró el libro. No le gustó el final. No sintió su respiración agitada ni se le ocurrió buscar papel y lápiz. Dejó de lado el libro que le había prestado Laura, que extrañamente tardó un mes en leer, y buscó el otro, el incompleto. Encontró en éste el trozo de papel higiénico escrito. Lo leyó varias veces pensando en la posibilidad de comprar(se) un blue jean parecido al de Laura, que si poseía poderes sobrenaturales por algo le había dicho que usara vaqueros. Imaginó la sonrisa amable de Laura al verla ingresar al taller enfundada en uno. Se vio caminando por las calles y se vio las piernas en su andar, libres del odioso movimiento de las telas sueltas del vestido. Y, nuevamente, comenzó a agitarse. Se tiró bruscamente en la cama presionando fuerte el libro incompleto sobre su pecho. No buscó papel ni lápiz, cerró los ojos y agitada se durmió. Al amanecer, tenla la cabeza apoyada en el libro incompleto, que estaba abierto y algo más ajado. Marilín abrió los ojos y lo primero que vio fueron palabras. Las leyó algo atontada y recordó automáticamente un sueño que tuvo. No podía unir las imágenes pero tenía una grata, una tierna sensación que las palabras le reavivaron.
Esa mañana recorrió catorce tiendas hasta dar con "su" blue jean. Dos horas antes del taller de escritura estaba tirada en la cama sintiendo cómo ascendía el cierre de su blue jean celeste claro. Logró la unión del botón con el ojal y se paró. Erguida quiso mirarse en un espejo pero no tenía ninguno. Algún reflejo esquivo vio en el vidrio de la ventana que momentáneamente la desalentó. Cerró los ojos, se tocó la inmensidad de su cola revestida de celeste, buscó el cuaderno a rayas y salió a la calle. Antes, minutos antes de salir, leyó las palabras con las que se había despertado. Las había subrayado por la mañana con el pulso algo inquieto: "Emma, sin duda, no se percataba de su celo silencioso ni de sus timideces. No sospechaba que el amor desaparecido de su vista, palpitaba allí, cerca de ella, bajo aquella camisa de tela grosera, en aquel corazón de adolescente abierto a las emanaciones de su belleza".
* Primer premio del concurso "Cruzando culturas", que organiza el Ayuntamiento de Mérida, España, 2003.
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