Jueves, 14 de abril de 2016 | Hoy
Por Juliana Mandolesi
Yo caminaba una desolada calle de Isla Mujeres. La caminaba porque no podía encontrarle el corazón al pueblito. Cada lugar tiene un corazón y pocas veces ese corazón se encuentra a la vista; casi nunca, de hecho. Isla mujeres no tiene el corazón en el pecho, para encontrarlo tuve que caminar callecitas que nadie camina.
Lloviznaba esa noche, iba mirando las puertas cerradas, eran pasadas las doce. Vi la luz de una casa con la puerta abierta. Una mujer ancianísima estaba sentada en una hamaca adentro de esa casa, mirando hacia la puerta. Tenía el pecho hueco, socabado, como si su cuerpo hubiera adoptado la forma de esa hamaca en la que habrá dormido durante casi toda su vida, y tenía las manos en la cara. Las manos -las arrugas de sus manos- le cubrían la mitad del rostro, y la otra mitad eran un par de ojos marrones y vacíos que no miraban nada. El avispeo de un televisor detenido en un programa de loterías y el son de una salsa que sonaba al mismo tiempo desde una antigua radio, no coincidían con la imagen ni con el momento; yo le hubiera puesto de fondo una ardida canción ranchera, un par de puros mal apagados y una botella destapada de tequila, sin televisor.
Me quedé mirándola unos minutos, desde la calle, aún inmóvil; creo que intenté contener el aire. La mujer quitó las manos de su cara, muy despacito. La boca que mostró era un cuchillo que había perdido el filo, imaginé que su voz sonaría así: oxidada, apagada, sin forma. Sus movimientos eran acaracolados, muy lentos, me pregunté cómo sería yo a su edad, mientras presionaba la blanda carne del plexo de mi mano. Me miró y subió lentamente los raquíticos brazos hasta su cabeza al tiempo que bajaba la mirada como con espanto, se intentó acomodar torpemente el cabello, habrá pensado que era terrible que la haya visto así de despeinada, habrá pensado que me quedé mirándola para desaprobarla y nada más. No soporté su incomodidad y me marché. Cuando levantó la vista yo ya no estaba ahí, puedo figurarme su rostro adoptando otra vez la misma cansina posición, la mitad de la cara adentro de las manos y la otra mitad, que eran sus ojos, afuera, sin mirar, sin ladrar.
Seguí caminando, al llegar a una bocacalle ya sin luz donde lo único que se abría delante de mí era la oscuridad y la ventizca salina del mar tuve miedo, no veía nada; emprendí el regreso.
Iba a desviar el rumbo bajando por alguna calle paralela pero quería pasar nuevamente por la casa de la mujer, ver esa imagen detenida una vez más, fijarla en mi memoria. Sí, adicta a esa poesía. Quería verla de nuevo, decirle que estaba hermosa.
Asomé primero el pie y después la cara, la mujer estaba acostada, esta vez de espaldas a la puerta, en su hamaca celeste. La radio ya no sonaba.
"Señora" murmuré.
"¡Señora!" más fuerte.
Nadie me oía clamar ahí afuera, sobre la calle, bajo la llovizna. Me acerqué más a la puerta, dudé un instante y entré. Tan cerca ya de esas manos de alambre, de esa boca que habían oxidado vaya uno a saber qué palabras, en qué tiempo. De costado llegue a verle los ojos vacíos y abiertos, no pestañeaba. "Señora...", más despacio. Nunca sabré si estaba viva o muerta, ya no podría saber nunca a qué se asemejaba su voz, que miserablemente me había figurado como de almeja. Tenía esta vez un prolijo peinado, una especie de recogido voluptuoso que anudaba su pelo gris en gruesas y finas trenzas y en rodete, era un peinado tan bien producido que era prácticamente imposible pensar que se lo hubiera hecho ella misma.
Había lo que supuse una carta, en el suelo, justo debajo del péndulo cóncavo que creaba su cuerpo en la hamaca. La tomé y la guardé en mi bolso.
Caminé hacia atrás como si yendo sobre mis pasos con los mismos exactos movimientos con los que había entrado pudiera deshacer ese momento y disolver la idea de que fui, quizás, la última persona que la miró a los ojos.
Cerré la puerta pero antes le apagué la luz; la segunda luz se apagaba para ella, mediante mi mano.
Ahora esa carta late en un cajón de mi cuarto; todavía no me animé a leerla.
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