Lunes, 2 de mayo de 2016 | Hoy
Por Ezequiel Vazquez Grosso
A Emil Sak
Ciertamente lo que denominamos hogar tiene las virtudes indiscutibles de lo cómodo. Fotografías de antaño y cucharas exclusivas para postre, peines para rulos y hasta bigotes, encendedores que sacan sólo chispa, velas decapitadas en el fondo de los cajones: todo un mundo de objetos que, sin ser extensiones municipales de nuestro cuerpo, participan como satélites errabundos de nuestro cotidiano. No sería arriesgado afirmar, siguiendo este argumento, que el gesto utilitario esconde una relación directa con su síntoma geográfico: cada hogar sabe no sólo para qué sirve cada objeto que resguarda sino que sabe, también, qué lugar ocupa en su entramado. Los hogares suelen ser máquinas infalibles y a fin de cuentas todo no parece más que un juego de equilibristas: las luces y las sombras se reparten por igual y bien agradecidos estamos de ello: cada cosa tiene su lugar y cada lugar guarda una simpatía para con el recuerdo.
Si bien el término economía hoy día se encuentra sobresaltado, es útil recordar que en su acepción griega, de Jenofonte a esta parte, esa palabra maldita proviene de la raíz oiko nomos, es decir, norma del hogar, ley de la casa, estatuto de lo doméstico. Economía y utilidad parecerían ser las coordenadas de lo hogareño y, sin lugar a dudas, un hogar representa eso: ahorro de deberes y acumulación de tradiciones, control sistemático del gasto, planificación acertada de lo viviente. Un hogar no sólo debe ser cómodo sino también útil, para agrado de sus habitantes y huéspedes esporádicos. Un hogar debe ser capaz de establecer esas costumbres sencillas que habilitan los grandes sucesos. Un hogar debe oler a café caliente y sopas suculentas, debe sostenerse sobre almohadas que no desgarren los cuellos y colchones que permitan la flexibilidad del organismo, debe ofrecer duchas tibias y dóciles, cine de emociones y sillones perfumados.
Ahora bien: si el hogar representa la certeza de lo conocido, de lo re-conocible, será propio del viajar, de ese personaje misterioso y fundamental que es el viajero, horadar los terrenos fértiles de la precisión por las alteraciones (in)esperadas de lo incógnito. De los flâneurs, viajantes ocasionales de estilo, puede decirse lo que Pascal recordaba a todo ateo pronto a convertirse al cristianismo: así como todo jugador arriesga con certidumbre para ganar con incertidumbre, todo viajero apuesta la franqueza del hogar por lo impío del desconocimiento. El flâneur, el viajero, el vagamundo: figuras indóciles y fragmentadas con delirios propios de poetas o alquimistas, verdaderos dueños del presente, infatigables conquistadores de lo incierto.
En la literatura del siglo XX pueden encontrarse, al menos, tres tipos de estos flâneurs que, a la manera weberiana, podríamos llamar tipos ideales. La elección es azarosa pero ejemplar. Vayamos a los tres:
El primero es el de Jack Kerouac, en su primerísima novela En el camino, escrita entre los veintiséis y veintisiete años y publicada ocho años más tarde. Su argumento es el del viaje en automóvil, desde el este hasta el oeste del gran país de las cochinadas. Junto a su compañero Dean Moriarty, esa especie de ayudante kafkiano, Sal Paradise recorre ciudades y pueblos, visita interminables bares y tugurios contaminándose de las imprudencias del jazz y sus provocadores. Si bien se ha relacionado este viaje con estados alucinógenos, a lo largo de todo el libro toda referencia a alguna droga no se desplaza más que a través de cuatro menciones en más de trescientas cuarenta páginas que tiene este primer volumen. A diferencia de otros memorables flâneurs, que jerarquizan cierta parsimonia de movimiento, aquí lo propio es estar montado sobre cuatro ruedas, viajar a grandes velocidades, bajo la certeza de que la vida es poca pero enorme, tan miserable como magistral.
El segundo tipo es el de Rayuela de Cortázar, cuyo argumento es más que conocido por todos: un joven errabundo y sofisticado que pasea, con todo el malestar del mundo a cuestas, por las calles de París. El libro habla sobre el amor (mal) pero por sobre todas las cosas habla sobre la inmundicia del ser intelectual (peor). Si el flâneur, como el lector o el cibernauta, es una figura que se da en solitario, el heresiarca de los solipsistas no es otro más que Oliveira. Un poco semejante a ese otro caminante trémulo de Erdosain, pero sin las preocupaciones materiales que condenan al segundo a deducciones más terruñas y miserables; un poco parecido a ese Henry Miller extraviado entre medio de dos guerras, pero sin ese sexo desatado y tibio; Oliveira es un paseante atormentado, que rehúsa compañías a la vez que las implora, pero nunca poniéndose de acuerdo con nada. Si, como bien dijo Tardewski, la duda fue un invento que Descartes fundó frente a una hoguera, en Rayuela París es un gran fuego que consume con notable discreción todo tipo de certezas: Oliveira es como un niño perdido entre gigantes, que reclama un dulce desconocido, para el cual todavía no se ha inventado receta alguna.
El tercer ejemplo, en una suerte de dialéctica, comporta los dos tipos, los reúne en su composición y, en ese modo incisivo y austral, los supera. Hablo, por supuesto, de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. En esta pieza indispensable de la literatura se fundan dos personajes míticos. Aquí, esta dupla de flâneurs circunda ciudades y atraviesa mundos. Mientras que en Kerouac el relato es en primera persona, en Cortázar en primera algunas veces y otras en tercera, a Ulises Lima y Arturo Belano (los dos personajes, a saber) no puede más que corresponderle la tercera: por momentos hasta puede dudarse de su existencia, esa fragilidad inmaterial y atemporal que es la esencia misma de todo caminante, esa imposibilidad ubicua, casi divina, que atrapa a todos aquellos que los han rodeado y se han convertido en testigos irreverentes de sus estrategias de paseantes. A pesar de que Ulises Lima y Arturo Belano separan sus infortunios por diversos caminos, ambos forman un compás de siameses, una dupla de iguales, un conjunto de incógnitas que vienen a demostrar que en los límites del mundo, aunque distanciados, los flâneurs traslucen un espacio compartido, una amistad iracunda y discreta.
Hay que tener en cuenta que de las tres exposiciones elegidas, dos son latinoamericanos: Roberto Bolaño, chileno; Julio Cortázar, argentino. El caso de Kerouac, sin embargo, no deja de entenderse con el patrimonio latinoamericano: baste recordar que su viaje, su última chanceé de viajero, finaliza en el sur, tierra de magos e ilusionistas, de desiertos dispares y tremebundos, en ese país agitado de México. Jack Kerouac, como todo bastardo norteamericano (que, al igual que todo bastardo, se diferencia de su género y es, a la par y en su negación, la más viva afirmación de su contenido) glorifica aquella descomposición mágica que produce lo selvático, el orden totémico de lo innominable, el grito primigenio, una suerte de arché -fantasiosa y especulativa, como toda arché- de lo humano y la especie.
El otro aspecto a tener en cuenta es que los tres libros son libros iniciáticos, insubordinados, esa manera plebeya y joven del placer de la literatura y el viajar. Tanto Cortázar, como Bolaño, como Kerouac, son los factótumes plenos de las generaciones bohemias y bien preciadas. El detalle no es menor: viajar y leer son dos formas del deslumbramiento. Un buen viajante es siempre un buen lector: lector de libros, lector de caras, lector de las impudicias de lo terrestre. Un buen lector, por conjetura, es un buen viajante: siempre dispuesto a lo inesperado, siempre inquieto por la sorpresa que lo espera a la vuelta de su próxima página.
Ante la pregunta evidente que se abre ¿hay un hogar posible para el flâneur? toda respuesta parece ser arriesgada. Alguna vez, un flâneur viejo y conocido, en un viaje corto en taxi, relató lo que había experienciado Adorno en su destierro. Según este viajante, el Adorno de los marxistas había sentenciado que en el exilio del mundo la única patria es el lenguaje. El relator de esta frase, que nunca quise confirmar, la pronunció en su alemán natural y, a la par que la decía, su mirada se fijó en un horizonte incierto mientras sus labios, conformes, trazaban una mueca. Unos ojos desagotando humedades mezclado con una leve y simple sonrisa: eso, quizás, pueda llevar el nombre de nostalgia. Sin embargo, en los bordes de la expatriada, nunca hay que darse por vencidos: quién dice que en el exilio del mundo se logre inventar alguna palabra mejor que reinvente los hogares que se han perdido.
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