Miércoles, 11 de mayo de 2016 | Hoy
Por Jorge Isaías
El arte es libertad, le dice mi nieta Pilar a mi hija. Y tiene razón.
Tal vez sea el último refugio que le queda al ser humano donde pueda ejercer, vía imaginación y creatividad, su condición ínclita e inclaudicable de decidir fuera del poder y de las órdenes. "Me senté a escribir en el lugar donde cesan las órdenes", supo escribir el poeta Raúl Gustavo Aguirre para siempre.
Mi hija había anotado a Pilar en una escuela de arte y en algún momento casi a fin de año ella le dijo estas palabras entre otras, que por qué si el arte es libertad no la había consultado para anotarla allí. Pero este año se arrepintió y quiso volver. Pilar tiene seis años y cursa primer grado en una escuela estatal. La escuela de arte también lo es. Son ambas muy buenas.
Este año se cumplen cien años de la muerte de uno de los más grandes poetas de la lengua castellana, es decir, Rubén Darío, un hombre libre que nos limpió el idioma y lo dotó de la plasticidad que nos permite expresarnos, y como escribió Borges, poco importa que nosotros lo hayamos leído, porque tal vez su estética hoy nos resulta un poco envejecida, pero sigue cantando con su voz tan plena, como afirma Angel Rama.
La situación de la libertad tiene que ver con la vida, por supuesto.
En otro tiempo ya lejano, ya remoto, en un lugar pequeño, lleno de aire no contaminado, de pájaros libres, de mariposas y de abejas, participé como un integrante más de una barrita de niños, amigos o compañeros de escuela, o ambas cosas a la vez. Todos vestíamos de la misma manera, uniformados por decirlo de algún modo, que nos hacía integrantes de una clase social a la que pertenecíamos por la identidad de nuestros padres. Eramos hijos de obreros rurales, agremiados y defendidos por "el sindicato", como llamaban al de Obreros rurales y Estibadores adheridos a la FATRE.
La ropa que vestíamos era confeccionada por nuestras madres hacendosas y creativas, raramente usábamos zapatos, como mucho teníamos un par para los domingos y teníamos prohibido patear una pelota con ellos, y nos lo teníamos que quitar cuando volvíamos del cine los domingos por la tarde. Para la escuela usábamos unas zapatillas marca Pampero que nos sacábamos junto al delantal. Y allí nuestras madres nos hacían calzar unas alpargatas que el uso les sacaba un hilo largo al que llamábamos "bigote" y en el verano éramos completamente libres. Nos permitían andar descalzos la mayor parte del día. Nos juntábamos en la cortada de gramilla muy verde donde no pasaba casi nadie. Salvo los perros vagabundos y el carro del lechero, y de allí partíamos hacia los profusos cañadones, munidos de hondas matadora de pájaros o tramperas donde cazábamos grandes cantores para venderles a los vecinos.
En estas incursiones casi siempre veíamos volar bandadas de garzas blancas que eran, para nosotros, la representación de la libertad sin más, bajo el cielo celeste como una chapa reseca.
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