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Domingo, 19 de junio de 2016

CONTRATAPA › FOTOGRAFIANDO LA ZONA

Gritos y aullidos

 Por Adrián Abonizio

  • Ella nos muestra como grita: nos pone los pelos de punta. Estamos en el campo, bajo el ala del viento pampa. Se ríe de nuestro estupor. Cuenta que gracias a ese don tres veces se salvó de que la roben. Como los animales, desarrollamos actividades hormonales que nos dotan de púas, venenos, camouflages. Mientras caminan alguien comenta por lo bajo que la imagina en el momento culminante de cariño y que ello le hace amenguar la libido. A él, que le mira bajo la espalda detenidamente, eso no le importa: hace mucho que aprendió a no oír demasiado a las mujeres, cansado de psicoanálisis vanos y charlas interminables. Vive, eso sí, recluído en sus creencias y sordo como una tapia.

  • El león ruge para asustar. Con su voz eriza los pelos de sus posibles víctimas sembrando el miedo a su paso. Ello le sirve para marcar el territorio y para confundir a sus presas ya que sincronizadamente dos machos suelen hacerlo en sentidos opuestos. Pero es sabido también que ante la presencia de humanos se aparece por sorpresa y les ruge, para luego dar media vuelta majestuosamente y una vez que está lejos del alcance de la vista, echarse a correr como un cuzquito. Tenemos muchos parecidos con él.

  • En la estación de gas comprimido cuatro autos esperan ser abastecidos con el capot abierto. Se asemejan a cocodrilos que aguardan ser limpiados en su dentadura por los pajaritos que le prestan ese servicio a cambio de los restos de comida que extraen de entre sus colmillos y molares. También, imagina, son coches gritando con desesperación, algo que los humanos no entenderemos jamás. Aullidos inaudibles en un mar de insensibles seres mecánicos.

  • El chico era la primera marcha a la que asistía. Era en los recientes inicios de Cambiemos, cuando las multitudes azoradas encontraban gente dispersa que se juntaba para protestar y aún nadie podía creer tanto dolor. -¿Papá, puedo gritar acá?, preguntó el pibe. -Claro, para eso vinimos. Y entonces el mocoso se descargó con una batería de insultos de toda laya en medio de bombas de estruendo y el humo violeta de las bengalas: parecía un combatiente irlandés a punto de entrar al campo de batalla. Así lo vio su padre, con su cabecita rubia y su buzo verde inflamado al viento, enojado por todo. Las puteadas referidas al gobierno, a la mala suerte de tener un presidente ruin y al colegio iban bien dirigidas en un castellano clarito, aullido criollo de pibe liberado gritando al cielo tanta injusticia.

  • El aprendió a no levantar la voz. Las amenazas, los aprietes, las actas de defunción anticipadas, la sombra de un revólver; todo ello lo va sembrando en las mesas de café, ocasionalmente, mientras cuenta alguna anécdota superflua, mientras sorbe el café, mientras palmea a su oponente. Sabe lo letal del terror que ello infunde y la parálisis que ocasiona el choque de una advertencia terrible proferida en voz baja. Amablemente, como sugiere el tango.

  • Los chicos cantaban Aurora a los gritos, sacando pecho. Lo que las maestras creían era un insuflar patrio, no era más que odio acumulado por ser obligados a entonar las estrofas de himnos cuyas palabras no entendían y cuya patria, que decían vivía dentro, les era ajena, lejana y vengativa.

  • El músico añoso entró al escenario de riguroso traje negro, lentamente, con cuidado se sentó y empezó a tocar su guitarra. Luego fue entonando distintos cantares sin decir palabra alguna entre uno y otro. Al fin, luego de una hora y media dió las buenas noches con suavidad y agradeció. Eso fue todo. Tocó una hora más y se despidió con un elocuente pero leve "Buenas noches, muchas gracias". Era Atahualpa Yupanqui. El que escuchaba, emocionado, al fin entendió aquello que el mismo compositor refiriera muchas veces: cantor que canta a los gritos no escucha su propio canto.

  • La escuela donde hizo la primaria contaba con un consultorio odontológico y una secretaria maquillada los ojos de verde, cruel, ancha y baja, repleta de veneno y olor a clavo de olor, ardiente de horror como una salamandra requemada, quien venía a buscar a los reos para conducirlos al cadalso. El torno, al no ser de los nuevos, era a manija. Los gritos de terror de los pibes a nadie importaban, menos aún al dentista longevo; cruel en su estupidez de comprobada y científica sordera. Un cuadro espeluznante de Goya, con Sarmiento arriba vigilando el dolor ajeno como si no le importase más que lucir señero en el dibujo.

  • Era común aquella anécdota repetida a lo largo de generaciones. En la jura de la colimba, esa cruel deposición del alma celeste y blanca, donde los jovencitos eran magullados, ofendidos, esclavizados en nombre de una bandera, por odio, al momento de jurar, algunos, en el aullido general del "!Sí, juro!" gritaban "Sí, culo!". Era una módica ofensa ante tanta ofensa, así le faltasen el respeto a vaya saberse qué patria perdida en manos de ignorantes criminales vestidos de verde oliva.

  • Recordaba la escena entendiéndola claramente ahora a sus cuarenta largos: cuando no había nadie en la casa y llegaba la noche se ponía a aullar, imitando al lobizón en que creía haberse convertido para hacer llegar con su hálito a los vecinos. Pero terminaba asustado de lo que había generado y huía por la casa, para esconderse en algún hueco con luz por el miedo que sentía de sí mismo.

  • El grito de gol es guerrero, frontal, salvaje y festivo. Pero más disfruta del -!Uuuuuhhh! cuando la pelota lame un palo o pasa cerca de la línea final. Más que un aulllido es la recompensa a lo que no fue, el premio consuelo de miles de gargantas honrando el malogrado tanto, la corona de laureles con espinas,la explosión de un orgasmo inconcluso.

  • Twist and Shout (Twist y Gritos) convertido en un ícono de aullidos para despejar tanta Corona Británica perfumada y cruel, tanta guerra almidonada, tanta muerte y religión, abrió la cabeza beatle al mundo. Hoy lo usa Tinelli como apertura de su programa.

  • Gemía, se revolvía y aullaba en su lecho como si gozara de caricias extraordinarias. Pero estaba sola y hacía lo que hacía para darle rabia a la vecina quien le había, según ella, rapiñado un amante meses atrás. Pero, al tiempo se empezó a sentir sola y ridícula. Y reemplazó los falsos orgasmos por música clásica, a alto volumen. Le pareció que para molestar lo podía hacer de otro modo, sin fingir demasiado.

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