Sábado, 25 de junio de 2016 | Hoy
Por Juliana Mandolesi
Fue en 1955 cuando lo vimos a tío Angel viniendo a toda marcha por el largo camino de tierra que llevaba a nuestra casa, ya se anticipaba la desgracia en el polvo que levantaba de los matorrales y por el trigo que se turbaba amargamente hacia su Ford A.
Cuando terminó de llegar, con su cara colorada y pegoteada de lágrimas ya secas y de tierra, tomando una gran bocanada de aire finalmente nos dijo: Finó el abuelo Víctor, familia.
"¿Qué?". "¡¿Cómo?!". "¡¿Y ahora?!", dijimos casi al unísono, y mi prima Gladys largó enseguida el llanto abrazada al pollerón espeso de la tía Herminia, que con una mano le acariciaba la cabeza y con la otra apretaba en el brazo de su marido el grueso pullover que una vez supo tejerle.
Yo sentí precisamente en ese momento, justo sobre la palabra "finó", cómo la bolsita de alcanfor se desprendió del revés de mi camisa y se resbaló de mi pecho hasta quedar detenida por la pollera que depronto sentí muy ajustada y calurosa. El calor subió y me tomó la cara como una lepra. Sí, yo también lloré. Pensé que era el corazón que se me había caído hasta la cintura, pero no, no era. Era solamente esa bolsita, la bolsita de alcanfor.
Todos estábamos consternados por la repentina muerte del abuelo, todavía ni siquiera sabíamos de qué manera había ocurrido, sólo sabíamos lo que tío Angel sabía, y que la noticia nos dolía a todos. Tío había dicho textualmente: "Llegó el telegrama a la estación del pueblo, de ahí le avisaron a Carlitos, el del correo, y éste que es tan amigo mío imagínense familia, enseguida estaba en casa para darnos la penosa noticia. Así que ahí nomás agarré el auto y me vine disparando... Pobre, pobre Gran Papá..." Gran Papá, así le decíamos a veces al abuelo Víctor.
Mamá preparó una ollada de mate cocido.
Esa misma nochecita el tío Eugenio habló con José, dueño del único colectivo del pueblo, para que a primera hora pase a buscarnos a todos los del campo ya que éramos tantos que no entrábamos en un auto ni en dos. Luego, el pequeño colectivo regresaría a Villada (de donde salió) para subir al resto de la familia y emprender el viaje hasta San Jerónimo, donde vivía ya hacía unos cuántos años nuestro difunto Gran Papá. ¡Y así fue que partimos! con el olor a naftalina de esa ropa negra que no sacábamos nunca del fondo del placard porque mamá nos explicó un día que sólo la usaríamos si ocurría una tristeza grande. Había dicho "grande" levantando el mentón y separando los huesudos dedos de las manos, una noche antes de dormirnos, mientras la llamita de la vela al costado de la cama ya se ahogaba para siempre en la cera. Era ésta, finalmente, la tristeza en la que le haríamos honor a aquella oscura ropa de cuervo y a nuestro Gran Papá.
Me angustiaba pensar que los encuentros con los primos de Villada sólo ocurrían de vez en cuando, y que la única cosa que por ahí nos uniría más seguido que la navidad sería la desgracia. Pero así eran las cosas. Eramos una masa de tela negra rumbo a la enorme casa del abuelo Víctor, de la cuál recordaba apenas el piso de ladrillo y el espacioso zaguán que desembocaba en un mueble de caoba bien lustrada en donde la abuela guardaba sus dulces caseros y la miel. También recordaba, mientras avanzaba el colectivo, el eco de las risotadas de mis tías y tíos solteros, bien de noche, una vez que me quedé a dormir allá. Gran Papá tenía quince hijos, de los cuales cinco nunca se casaron y vivían con él y la abuela.
"San Jerónimo", dijo en voz alta José. Escuchamos a un tren largar su humareda. Con las movedizas indicaciones del tío Angel, dimos finalmente con la casa del abuelo. Comenzamos a bajar de a uno.
"Qué crueldá", me acuerdo que dijo papá arrugando la pera y mirando hacia la entrada de la casa, "Ni un cartel le han puesto al pobre viejo..." Era cierto.
Cuando estuvimos todos abajo, fue mi tío Oscar quien tomó enérgicamente el picaporte y abrió la puerta. En la casa habitaba el puro silencio. Nos preguntamos si ya lo habrían enterrado (nadie lo preguntó en voz alta pero todos lo pensamos). Papá atravezaba la penumbra de la casa con los ojos abiertos y los brazos separados del torso. Mamá se apretaba el rosario que le colgaba del cuello. De pronto sentimos una risotada en la galería de atrás. Los dulces de la abuela dormían en el mueble. Todos íbamos en negra fila detrás de ellos, todos así vestidos, todos amargados y con las suposiciones pegándose como figuritas una delante de otra a medida que avanzábamos por la casa. Pasando la marlera de la cocina pudimos divisar al fin el cadáver de Gran Papá, sentado en su silla, con sus bigotes rubios y gordos de antigua estirpe francesa, los ojos azul profundo que tenía bien montados encima de esos bigotes y el vaivén de la pipa que estaba fumandosé mientras se reía de cómo picoteaban el maíz las gallinas. La abuela Anita chilló al vernos "¿¡Y esto!? ¿Qué hacen todos ustedes juntos acá?" Gran Papá tiró otro generoso puñado de maíz, que pareció un puñado de oro; se dio vuelta y mirándonos a todos exhaustivamente, nos sonrió.
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