Miércoles, 14 de septiembre de 2016 | Hoy
Por Hernando Quagliardi
La primera vez que oí la historia no le hice demasiado caso. Ya andaría yo con ese humor vitriólico y encapotado que según es costumbre forma una pátina aceitosa en mi atención y no predispone al diálogo. Sin embargo, algo quedó en algún lugar de mi mente. Hace unos días le solicité al Dr. Luis A. que volviera a contarla. Desde ese invisible y lejano punto de atracción noté que provenían sentimientos encontrados: no quería oír la historia y quería oír la historia. Ahora me doy cuenta de que eso es normal cuando se trata del género, como ocurre en el cine, cuando el espectador se tapa un poco la cara dejando siempre un resquicio para ver.
A todo esto hay que agregar que el Dr. Luis A. tiene el don del buen narrador y que un consultorio odontológico es algo siniestro que agudiza los sentidos.
¿Por qué el género "terror" no cuaja en la literatura argentina moderna? No será por falta de tradición. Sobran textos y nombres prestigiosos desde Esteban Echeverría a Charlie Feiling. Con una perspicacia de "estaño", como diría Jauretche, Elvio Gandolfo sostiene en su Libro de los Géneros que los argentinos hemos vivido demasiados horrores reales (dictadura macabra, hiperinflación) como para ceder a la tentación del miedo al que invitan los relatos de ese tipo. No le falta razón. Pero además el entorno ha ido cambiando. El relato urbano -no los mitos provincianos, ese bestiario de la hora de la siesta donde campean yaguaretés y pomberos- exige ciertas condiciones que se modificaron con el desarrollo de las modernas ciudades. A ningún fantasma le gusta aparecerse en torres de cuarenta pisos con amenities y piscina. Demasiada luz, demasiada vista al río.
Muchas casonas se han hundido para dejarle paso a esas construcciones. Otras se han convertido en lugares de tecnología, razón de más para que ya no se aparezca nada por ahí. De estos rasgos intuitivos sale una regla: las historias de terror son siempre anacrónicas.
Conozco al Dr. Luis A. desde hace unos veinte años. Es un hombre sereno, inclinado a los trabajos de su profesión, lo que equivale a decir, con poco trato en los artículos de fe. La historia que me contó no tiene trucos de escenografía (no hay frío polar, ni cadenas, ni vapor en los espejos). No se propone una moraleja. Tampoco hay vacilaciones. La repite tal como la he escuchado la primera vez. Y esa simpleza es la que está en el núcleo mismo de la verosimilitud.
La desinencia de la voz va recobrando los años, la casa, el cuadro familiar. Hay un placer en la escucha, una molicie que deja llevar hasta que me doy cuenta que no queda nadie en el consultorio, que se hará tarde, que las sombras deben andar jugando ya entre los plátanos de la calle.
Un efecto común en los relatos de horror de la literatura argentina es, me parece, la pesadilla. En Julio Cortázar eso está muy presente, igual en Feiling. En su novela El mal menor la visión de los "visitantes" aparece filtrada por algún estado de embotamiento: la droga en el caso de Inés, la condición de tarotista en el caso de Nelson Floreal. Incluso en muchos de los cuentos de Borges se nota la tendencia hacia la pesadilla.
Después está también lo que representan las apariciones. Desde el siglo XIX para acá hay un deseo de "humanizar al fantasma", canalizarlo a través de la conciencia del mal o en el descubrimiento del inconsciente. Por lo menos la crítica no se ha ahorrado esta interpretación para una obra emblemática como es Otra Vuelta de Tuerca de Henry James, aunque no hay que pasar por alto que James dice que escuchó una historia de unos sirvientes pérfidos que se aparecían en la casa para maltratar a unos niños y escribió la novela.
"Entonces nos habíamos acostumbrado a esa presencia", dice el Dr. Luis A. Su padre era algo así como un supervisor del Ministerio de Educación y en esos tiempos le habían dado por sede una vieja casona del barrio de Arroyito, al lado de una escuela. Cuando nombra a sus padres dice "papá" o "mamá" y, ahí, en esa invocación, hay una plena intimidad que también aumenta el verosímil.
"El hombre tenía un rostro raspado como el que suele aparecer ahora en esas fotografías en las que se cuelan terceros involuntarios. Vestía de negro. Tenía predilección por un ventanuco que había en el pasillo o iba a pararse al lado de la higuera en el patio. La costumbre nos había hecho inmunes al espectro, al punto que algunas tardes a la hora del té, mamá solía desviar la vista del libro para anunciarnos con cierta pesar: ahí está de nuevo".
Me apresuré a preguntarle si la aparición se comunicaba con ellos y él se apuró a responder que no. Una sola vez, entrada la noche cuando atravesaba el pasillo hacia la casa, lo acompañó unos pasos gorgojeando algo así como un "íUgh, Uhg, Ugh!" como si fuera el fantasma quien se hubiera asustado esa vez y protestara por eso.
"No sé de dónde había sacado mi hermano que para ahuyentar al fantasma había que insultarlo. Solía levantar un dedo y soltar una serie de improperios al aire".
No habían acudido a otros procedimientos. Nada más disimular la situación cuando venían chicos o visitas a la casa. Pero nada de sacerdotes "que a papá le irritaban más que los fantasmas".
El odontólogo comenzó a guardar sus herramientas en los blancos cajones de un mueble. Se llevó una mano a la barba y con un tono cansado, de lugar común, agregó: "Una matanza.... en la época de la mafia, en la década del veinte o del treinta...unos quinteros...".
El silencio se deslizó cabal entre nosotros para puntuar en cada uno nuestros propios pensamientos. Entonces, como al pasar, me dijo que mal que le pesara a su hermano no recordaba que insultar al fantasma hubiera dado nunca buenos resultados.
Antes de enfrentar la calle nos reímos mucho. A carcajada limpia.
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