Miércoles, 26 de octubre de 2016 | Hoy
Por Víctor Zenobi
A Cacho
Ed elli a me: L`angoscia de le genti
Che son qua giù, nel viso mi dipigne
Quella pietà che tu per tema senti
El Peque era el más chico de todos nosotros y siempre se mostraba reservado, incluso en exceso respetuoso de cierta jerarquía, que consideraba pertinente en una barra como la nuestra. El venía de Cerrito y Berruti y recuerdo que se sintió impresionado cuando en su barrio, en el setenta y dos, se instaló la ciudad universitaria; primero porque podía usufructuar, aunque esporádicamente, las cancha de fútbol a la que éramos tan adictos y también porque había un centro de educación que le interesaba. En incontables oportunidades de nuestras discusiones, escuchaba sumamente concentrado pese a que nunca emitía una opinión; le daba vergüenza no ser ilustrado y eso le permitía prestar atención a todo lo que se decía, a veces incurriendo en un exceso, puesto que si hay algo muy usual en cualquier grupo es repetir tonterías o razones que carecen de fundamento. Cuando fui a vivir a lo de mis abuelos, seguí viéndolo, ya que mis tíos vivían en Cochabamba y Chacabuco, muy cerca de su casa y cada tanto lo cruzaba. Una de las últimas veces nos encontramos en Pellegrini y Colón y fuimos, como era costumbre en el barrio, al bar de Blanco, en Pellegrini y Alem. Había cambiado y tenía un cierto semblante grave, casi oscuro que parecía contrariar su naturaleza. Me recordó que yo solía repartir un chocolate para taza, ignorando el hecho, que le aclaré, de que mi madre lo ponía en mi mochila para que lo repartiese. Lo daba por sentado, repuso. Lalo me contó que tu mamá era tachera y una vez, que lo llevó sin cobrarle, le preguntó si vos lo repartías. Me sorprendí no muy gratamente, Lalo jamás me lo contó y absurdamente sentí el deseo de saber por qué no lo había hecho ¿Tal vez porque advirtió en mi madre una cierta severidad extrema? Al menos, eso es lo que imaginé al respecto y automáticamente, sin pensarlo, le pregunté qué sabía del Lalo. Puso un gesto de incomodidad, casi de remordimiento... No nos vimos por mucho tiempo, dijo, yo salía con la Cintia, vos no te debés acordar porque ella era más chica que nosotros, y el Lalo, cuando me llevaron al reformatorio, la embarazó. El día que me enteré nos agarramos a las trompadas. A ella la perdoné enseguida, aunque nunca más pudimos volver... yo la quería sabés, la quería en serio, pero bueno, no pudo ser y la verdad me dije, no sé si por algo será, pero eso fue lo que me tocó. Cuando me volvía la bronca, me decía: Lautaro, ¿hubo buenos momentos? Sí. Entonces, ¿de qué me quejo? Para colmo, pasó un tiempo en que yo creía que el Lalo se había aprovechado, pero estaba equivocado. El también la quería y se le dio, pero la Cintia, qué sé yo... Andá a saber que quieren las mujeres, poco tiempo después de nacer el chico, se mandó a muda. Lo supe porque me lo contó Buzanca que seguía en el barrio. Estúpidamente sentí que la vida trae sus compensaciones pero no, el chiquito murió y aquí viene lo que me dejó mal parado. Un día que voy a "La Boca`el tigre", en Cochabamba y Necochea, ¿te acordás? me lo encuentro al Lalo que estaba, no sé cómo decirte... como medio perdido. Pensé en ignorarlo pero me miró de tal manera y en un estado tal, que me dio lástima y decidí que era hora de hacer las paces. Al principio creí que me contaba, para reparar lo que yo consideraba una traición, que la vida con la Cintia había sido un suplicio, pero, en un momento, llevándose una grapa a la boca me dijo a boca de jarro que el chiquito no era de él. La Cintia se lo había confesado cuando decidieron estar juntos. Ni siquiera quise preguntarle el nombre y él solo me aseguró de que lo había querido como propio y que su muerte lo volteó. Salí de allí perturbado, como si la vida me diese las espaldas o fuese demasiado para mi torpeza. Se quedó callado como si se hubiese arrepentido de habérmelo dicho, aunque luego agregó con un poco de esfuerzo: Pero, che, si me dejás seguir no paro más, soy un poco ansioso y no dejo de hablar, contame de vos, si no, después, me quedo mal. Bueno, dije, estoy divorciado y tengo una hija, me recibí de profesor de letras y doy clases de lógica en un terciario de robótica, lo cual no es muy lógico. La estoy peleando y no hay mucho más que eso. Se quedó un momento en silencio y me dijo, con un notorio cambio de expresión, como si le hubiese faltado el respeto: Pero ¿qué? ¿No te parece bastante? Sí, sí, repetí incómodamente. Es solo qué... No sé lo que vos creés, quiero decir: yo hubiera elegido otra cosa? Bueno, como elegir, elegir, agregó, yo tampoco elegí tirar de un carro juntando cartones, sólo que quise, pero mis circunstancias no me dejaron, hacer otra cosa. Hay algunos que dicen que lo importante es lo que se hace con lo que a uno le toca, pero eso sólo lo dicen los pudientes, incluso agregan, como si fuésemos estúpidos que siempre se puede. ¿Se puede qué? ¿Vivir en la miseria? ¿Alegrarte cuando conseguís un par de zapatillas rotas? ¡Dejate de joder! Repentinamente me sentí mal, doblemente mal porque necesitaba alejarme del Peque, que reprochaba duramente en mis oídos la convicción pueril de un mundo que intenta contrarrestar con frases hechas las ciegas restricciones del destino. No pude responderle; cualquier comentario hubiese resultado una nimiedad. Después de un momento de obscuro silencio, sólo atiné a darle un abrazo intenso y me alejé con la rara sensación de que me alejaba furtivamente, con su mirada tras de mí, como si el aire de la tarde y su envoltura me hubiesen imbuido de un reproche, surgido a pesar de la deleznable convicción de las diferencias. En verdad, me daba cuenta de que yo estaba del lado privilegiado de la orilla y que ahora, dada la férrea realidad del Peque, me resultaba extraña, injusta, demoledora. Y aún más, como si toda la probidad de la cultura descendiese hacia el fondo de mí mismo como los dedos en un bolsillo para hacer las cuentas.
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