Lunes, 31 de octubre de 2016 | Hoy
Por Víctor Maini
"Tristán Moyano, a sus órdenes. Pobre, pero con discos". Frase con la que acostumbraba a presentarse el padre de mi amigo, el Chino Miguel, y propietario de la verdulería "Cabeza de ajo", comercio en el que supe ganarme algunos pesos repartiendo a domicilio. Oriundo de Deán Funes abría su negocio temprano acompañado por Capitán, su ovejero, a quien definía como su sombra sabia, en ocaciones caminaba detrás de él, custodiándolo, en otras se adelantaba como olfateando el peligro. Con silencio de piedra, escuchaba música folklórica en un flamante Winco mientras preparaba con maestría la exhibición de las verduras. Aseguraba que su colección de discos de pasta y vinilo, era la mejor herencia que le dejaba a su hijo. "La única manifestación folklórica que consume Miguel son las empanadas que cocina mi ex mujer en os días patrios", solía quejarse el cordobés deshilachando un poco más el tirante vínculo familiar. "Los ruidos de la ciudad no le dejan escuchar los sonidos de la naturaleza, los verdaderos, los preexistentes. Mi chango está incapacitado de apreciar como símbolos, el silencio, el camino o a la guitarra". Alguna vez me confesó en una de las tantas jornadas en que mi compañero llegaba tarde al trabajo. El Chino era lo opuesto, el apuro, la ansiedad, la apariencia. No le gustaba el fútbol porque existía la posibilidad del empate. Jugaba sólo a ganar o morir. No creía en los grises. Para su padre tenía siempre el mismo concepto a flor de labios, "un jodido, el único culpable de toda la tristeza de mi mamá y gran parte de la mía". Me divertía contabilizar las escasas palabras que pronunciaba el viejo durante las excursiones al mercado de productores. Lo que nadie podía imaginar era la cantidad de ideas, imágenes y recuerdos que disparaba su cabeza por minuto. Durante un regreso a paso de hombre, cargada la Apache con pesados cajones, me atreví a preguntarle por su repetido y afinado silbido al que nos tenía acostumbrado. No sólo me respondió lo preguntado, también me ayudó a abrir una puerta para escapar de mis prejuicios. "La siete de abril, se llama, composición anónima, la salvó del olvido Andrés Chazarreta grabándola a principio de siglo. Como siempre pasa, los gringos nos venden sus inventos y se llevan por monedas nuestras riquezas. En ese momento el negocio era vender vitrolas no discos, pero primero tenían que reproducir la música inferior que consumían los negros por estas tierras. Comenzaron con la polka paraguaya mucho antes de que Gardel reprodujera en 1912 versos criollos del guapo Cepeda. La cultura está más allá de cualquier sistema. En este caso se subió a la ambición de los gerentes de las multinacionales para transformarse en discos. Compositores de tangos, chamamés y chacareras fueron medios necesarios para forjar nuestra identidad. Después vino Atahualpa... que le cantó al misterio". Una negra mañana me sorprendió el aullido del perro sombra, capitaneando a la muerte frente a las persianas bajas. Lo primero que mal vendió el heredero, fue su redonda herencia. Siguió con los muebles, pilchas y la balanza reloj del difunto. El juego lo había llevado mar adentro hasta dejarlo ahogado en deudas. Los errores se acumulan como los años y las malas noticias no tardan en llegar. "Coronda se parece a un templo gigante. Si el único camino para salir es rezar, olvídense, me quedo a vivir". Su tozudez, al menos, lo mantenía vivo. Se alegró sin sorprenderse de mi visita. Ambos sabemos que sólo los amigos tallan en las malas. En la despedida me hizo un encargo, "vos sabés, la radio nos confunde a todos. Sólo escucho unas cintas viejas y gastadas que me traje en el apuro. Me gustaría escuchar algo nuevo... fijate algo bueno que esté sonando allá afuera". Aquel verano, cambié mis rutinarias vacaciones familiares en el mar por una exploración personal por el departamento de Tulumba. Todas las mañanas caminé la región acompañado de mi grabador, registrando símbolos, relinchos de caballos salvajes, trinos de pájaros libres, murmullos de piedras en los arroyos, el canto del viento en los acantilados. Desistí de capturar al silencio, imposible grabar lo que vive dentro de uno. Como cortina musical elegí una versión en guitarra de la centenaria zamba interpretada por un tal Chavero. En la vida nadie se salva de ser hijo. En muchos casos, cuando uno está preparado para escuchar a los padres, resulta ser un poco tarde, pero sus voces ya forman parte de los sonidos preexistentes. Le debo y me debo una visita a la nueva vida del Chino en Salta. Su coyita ya cumplió dos años. En cada carta me recuerda que me debe una. Siempre le contesto lo mismo, "entre amigos no hay deudores, en todo caso todos estamos en deuda con nuestra propia cultura".
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