Viernes, 4 de noviembre de 2016 | Hoy
Por Jorge Isaías
¿De qué conmoción cósmica le hablaba Juanele Ortiz a mi amigo Miguel? Digo, al poeta entrerriano Miguel Angel Federik, mi compañero del alma, como me gusta llamarlo.
Nunca podré transmitir ese estado de gracia que siempre sentí en presencia de Juanele. Eramos muy jóvenes, pero aun así intuíamos que ese hombre humilde de una simpatía y una atención muy criollas era un ser excepcional. Hecho al duro oficio de la soledad en que hizo su obra monumental y atravesó "la prueba del paisaje", como gustaba repetir.
Gerarda, su esposa, siempre comentaba el asombro de su amigo, el poeta Carlos Mastronardi, al comprobar el ascendiente que tenía entre los jóvenes. Lo visitamos los últimos años de su vida hasta el golpe militar del '76, donde una consigna que nunca sabré quién inventó proponía que no lo visitáramos más para no comprometerlo. Como si ese hombre pacífico, extraordinariamente dotado para comprender el alma humana, pudiera provocar algún peligro. Y tal vez fuera cierto porque alguna vez fue detenido. Y pensando mejor, ese hombre que había escrito me atravesaba un río/me atravesaba un río era el ser más libre de la tierra y tal vez eso era lo que no convenía que se lo transmitiera a los jóvenes.
Jorge Aulicino me dedicó un bello poema con que Miguel Federik termina su discurso de apertura en la Feria del Libro de Paraná de este año. Cierta vez, a Isaías o a otro poeta, pero lo recuerda Jorge Isaías, dice. Y la verdad es que la anécdota la tomé prestada del poeta Alfredo Veiravé, que era -junto a Edgar Bayley- los únicos mayores que nos tuteaban y nos dejaban hacerlo a nosotros.
Esto pasó en los años gualeyos, es decir, cuando ambos vivían en la ciudad de Gualeguay. Alfredo acompañaba todas las tardes a Juanele en sus caminatas por los parques de las afueras. Era adolescente y arremetía con sus primeros sonetos y poemas cuarentistas. Una tarde llena de sol y de pájaros y del "aire distinto que es propio de Entre Ríos", como solía repetir Juanele, éste invitó a su joven amigo y aprendiz de poeta.
"Te propongo que nos sentemos en la gramilla", le dijo, a lo que Alfredo obedeció. El viejo poeta entonces lo invitó a que se recostaran en el suelo, que iban a jugar a un juego y hacer un ejercicio.
--¿Podrías, Alfredito? -le preguntó-, con los ojos cerrados reconocer el canto de los pájaros?
--Yo creería que sí, don Juan.
--Bueno, empecemos -dijo Juanele.
Y Veiravé a cada pregunta, luego de pensarlo, respondía: zorzal, calandria, benteveo, pirincha, federal.
--Y decime, Alfredo -lo interrumpió Juanele- ¿cuál es el canto de la alondra?
Y Alfredo, amoscado, contestó:
--Es que en esta zona no hay alondras, don Juan.
--No, yo te pregunto porque vos las prodigás en tus poemas.
Y allí Alfredo Veiravé le dice que él leía furiosamente a Rilke donde sí sobraban las alondras. Y entonces concluyó: me había hecho caer en una trampa como un verdadero maestro que era.
Este es el hombre que escribió para siempre No es tu luz, octubre/ ni son los pájaros y las flores/ ni tampoco es el verde nuevo, no.
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