Martes, 28 de noviembre de 2006 | Hoy
Por Gustavo Boschetti *
Primero. Dos columnas de yeso eran la base de sendas macetas, ahora sojuzgadas en el piso. Los cúmulos de tierra forman un extraño amasijo con los vidrios, restos de un ventanal que ya no existe. Los cortinados blancos flamean hacia el interior del living como trapos de una rendición tardía, vana a esta altura de la noche. Adentro, todo es incertidumbre oscura.
Segundo. Es un ladrido lo que me hace alzar la vista nuevamente. Allí veo al labrador negro, habitualmente sereno y soñoliento, vuelto ahora una mancha que se coagula en la oscuridad y ladra desesperado a las sombras oscilantes de los árboles. Me pregunto si habrá resultado herido, no teniendo donde guarecerse.
Está aterrado por la explosión de cristales y por el viento que a todos, una hora después nos sigue ensordeciendo. Camina de a un lado a otro por las baldosas blancas, todavía mojadas, regadas de vidrios rotos y trozos de ramas. Va y viene. El amo todavía no ha llegado, no ha llegado, no ha llegado. Y en su gran cabezota negra brillan dos ojos suplicantes, abiertos como anillos de plata.
Tercero. Al menos, una luz encendida. La lámpara sobrevivió de milagro y ahora se bambolea sobre la cabeza de una mujer con escoba. Una mujer con pañuelo y escoba que tiene los hombros vencidos y el rostro sombrío; una mujer derrotada que recoge despojos del suelo con el espíritu astillado. Y, detrás de ella, un hombre que puja por afirmar dos grandes plásticos al marco de la ventana. De lo que fuera, alguna vez, la ventana.
Cuarto. Una muchacha inclina el torso hacia la calle para observar el paso de una ambulancia. Las luces del vehículo trepan la confusa penumbra de la noche y le pintan la cara de rojo. Vuelve la vista al interior, a mirar una vez más el cristal hecho pedazos, y la cortina de esterilla colgando por uno de sus extremos. Una mujer le habla desde adentro, mientras deja caer con fastidio un trapo dentro de un balde. Supongo que es su madre. La muchacha vuelve al interior, esquivando los grandes charcos de agua y cargando un montón de ropa que resultó esparcida por el piso.
Quinto. Ahora es un hombre el que se asoma y señala con su dedo índice hacia abajo. Habla con otro hombre y le escucho decir las palabras "auto", "parabrisas", "destruido". Ahora se asoma una mujer, también escoba en mano. Son tres siluetas recortadas contra un fondo luminoso, mirando la calle a oscuras, testigos de un viento que suena como un réquiem. Detrás de ellos, más vestigios de la tormenta en una bicicleta volteada y varias plantas de tallos cimbrados.
El espectáculo de cada piso me llega como un film, como píxeles en esa gran pantalla que es mi propia ventana. Una simple cuestión de orientación geográfica ha querido que lo ocurrido al otro lado de la calle, casi no me afectara. No creo, en este instante, que lo absurdo sea la destrucción propagada, ni el tamaño de las piedras que hirieron a una ciudad en cueros, ni los gritos, ni el pánico, ni las centenas que abarrotan hospitales. Lo absurdo es que yo pueda observar todo aquello con la pasividad pasmosa, pero pasividad al fin de quien mira un canal de noticias mientras devora un chocolate.
El futuro son cristales sicarios que se desprenden de las ventanas y caen a la vida urbana, para dejar luego el lamento en boca de un viento que no cesa.
Se hablará, lo sé, de tantos muertos, de tantos millones en pérdidas, de tantos usuarios sin luz. El horror será estadísticamente citado. En Buenos Aires, en Córdoba, en Mendoza, se hablará de granizo. Los medios hablarán de granizo. Quizás lo ocurrido tenga un porte demasiado atroz para lo poco que puede contener esa palabra. Arriesguemos, en todo caso, la hipóesis de un "castigo divino", o la afirmación, quizás más sostenible, de las resultas del encono del hombre para con la tierra.
Pero no, "granizo" no.
Cito a Beauvoir: "Hay cosas que no pueden hablarse, ni escribirse. Uno las vive. Eso es todo". A este lado de la ventana, un hombre que mira. Al otro lado, lo intransferible.
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