Jueves, 30 de noviembre de 2006 | Hoy
Por Jorge Isaías*
Trabajaba en los galpones de la Cooperativa Agrícola Federal, hombreando bolsas, como muchos otros hombres del pueblo -entre ellos, mi padre- en aquel tiempo. Vivió siempre soltero, hasta hoy que pisa o pasó los ochenta, aunque fue un proxeneta ocasional cada vez que alguna mujer consintió en vivir con él. Entre ellas la famosa mujer de pelo colorado que fue con seguridad la mujer más bella de mi pueblo en su momento y que en mi fantasía infantil siempre la veré forzada a ejercer tan vil oficio.
El negro Chacona, que es a quien me estoy refiriendo en este cuasi homenaje, jugaba a todo lo jugable: caballos, naipes, bochas y hasta a la pelota a paleta por dinero.
En aquellos tiempos detenidos y remotos de la infancia vivíamos -salvo las obligaciones mínimas que se reducían a la escuela y los mandados- vivíamos en la cancha del Club.
Luego de almorzar, durante los otoños y los inviernos duros, nos reuníamos en la vieja cancha de pelota a paleta, que era abierta y arriba del frontón un viejo tejido podrido no retenía la pelotitas que se perdían en la cancha de fútbol y allá íbamos a tratar de recuperarlas nosotros, cosa que no siempre lográbamos. Vieja cancha de paleta que ya no existe. La tiraron abajo para hacer una pileta, no habiendo necesidad, porque lugar sobraba, pero en fin.
Allí jugábamos pegándole a las pelotitas negras con pedazos de madera, retazos de paletas que tiraban los jugadores cuando ya no servían -quién tenía dinero de nosotros, para comprarse una en ese entonces -jugábamos con unas pelotitas que nos daban los mismos jugadores cuando ya no servían, cuando dejaban de ser "vivas" como se les decía y se transformaban en "chambas", es decir cuando perdían esa rigidez de la goma dura. Nunca supe por qué las llamábamos así: chambas (un apócope de "chambonas", tal vez?. Nunca lo sabré.
El frontón estaba despintado, con una chapa que tuvo su color rojo y ahora era rosada para marcar abajo la falta. Los "tambores" en los rincones, uno chico y otro más grande, para "chambones", como decían los que jugaban bien.
En ese frontón el Club organizaba bailes populares en los veranos y hasta tenía un balcón sobre la puerta de entrada para las orquestas y también contra el tapial que daba a la cortada de los López, unas mesitas y unos bancos de cemento para tomarse unas cervezas mientras se gozaba de esas auténticas fiestas populares, en especial de fin de año.
Había pelotaris muy buenos en aquella época, que nada tenían que envidiarles a los de Venado Tuerto, donde al parecer, estaban los mejores. Tony Olaviaga, Nicolita Corso, el Loco Peralta (quien tiraba la pelota contra el frontón cada vez que perdía un partido y a veces ligábamos nosotros los pedazos que quedaban). El otro era el Negro Molina, o simplemente "Chacona", como todos le decimos.
A partir de las tres de la tarde iban cayendo para hacer su partida por dinero.
"Chacona" era el primero ya que vivía y vive a una cuadra justa de la cancha. Al vernos allí corriendo traspirando detrás de esa pelotita negra y esquiva, hacía un gesto con la mano y nos decía invariablemente, para despejar la cancha de chiquilines.
-A ver, el chiquitaje, afuera, afuera...
Y comenzaba el ritual de practicar el "saque" mortal que tenía para empezar ganando puntos. Se ponía bien pegado al paredón donde la cancha cerraba y le pegaba el pelotazo, la pelotita iba al frontón y volvía besando esa misma pared, "amurada" como le decíamos. Imposible devolver ese tanto, como poder, se podía, pero había un riesgo grande de romper la paleta ya que la pelotita era muy pequeña y el muro muy grande.
Cuando iban llegando los demás y el partido se armaba, nosotros, sentados en los pilares de cemento de los costados, asistíamos al ritual del juego y al no menos jugoso que se desarrollaba entre ellos: dichos, chanzas, chistes y provocaciones ingeniosas que eran parte inseparables del mismo juego.
Chacona, invariablemente comenzaba el juego e invitaba a sus compañeros y los ocasionales rivales con esta frase que hoy repetimos en las mesas del club los que fuimos niños entonces y la escuchamos:
- "Vamo' al baile..."
Pegado a la pared, la pelotita en la mano izquierda, el cuerpo levemente inclinado, la mano derecha con la paleta que espera dar ese "saque" que todos anhelamos ver, que era como el prolegómeno que el universo esperaba para echarse a andar.
Astutamente quería sacar primero porque sabía que eran cuatro o cinco tantos que ante la imposibilidad de ser devueltos lo ponían a él y a su compañero en plausible ventaja.
En esa invitación al juego, nosotros intuíamos una petulancia, aunque en ese tiempo no sabríamos seguramente qué quería decir esa palabra, era una forma de advertir que allí empezaba "la verdad", una verdad que iba a durar 30 tantos y una acumulación de adrenalina y sudor y que nosotros respirábamos en el aire que se podía cortar con un cuchillo.
El "Loco" Peralta era un exaltado -no en vano llevaba tal apodo- que cuando sus viajes de camionero se lo permitían se lo pasaba jugando a aquello que era su pasión. Eran tan proverbiales sus estallidos de furia que ya nosotros estudiábamos sus reacciones: al perder un partido y si había sido reñido, peor: tiraba rabiosamente la paleta contra el frontón y allí corríamos nosotros a recoger lo que quedaba de ella. Y se la alcanzábamos a sabiendas que esos restos nos serían regalados. Usaba paletas "Vasquito" o "Guastavino" que en aquel tiempo eran las mejores, pues tenían tarugos de aluminio y no las más modestas "Golondrina", con tarugos de madera, mucho más débiles.
Nosotros, la barra numerosa de chicos que allí nos apiñábamos era dueña de una pobreza franciscana que no nos permitía comprar ninguna, ni siquiera una modesta "Golondrina", hecho por el cual nos debíamos contentar con los pedazos de paleta del "Loco Peralta" y con las pelotitas "chambas" que nos regalaban porque ya no picaban lo suficiente.
Tuvimos que esperar la adolescencia, cuando en nuestros primeros trabajos pudimos comprarnos una paleta -en mi caso el dinero me dio para una módica "Golondrina", que regalé cuando me vine a Rosario a mi amigo Ricardo Spina (de los Spina pobres, como él aclaraba, porque tenía un tío que le decían "el rico"). Y desde entonces no volví a jugar a este deporte que me apasionó en su momento casi tanto como el fútbol. Pero esa es otra historia, mi historia personal, que no interesa a nadie. Ni siquiera a mí.
Ni en sueños estaría por entonces la posibilidad de hacer dinero jugando al fútbol o ser promotor de grandes marcas internacionales de ropa deportiva, de hojas de afeitar o calzoncillos o hamburguesas o bebidas refrescantes, en fin, toda esa basura que el capitalismo voraz exacerba en pos de la Diosa Ganancia, en desmedro de lo que alguna vez fue un deporte sano y hermoso. Eso queda hoy para el romanticismo de los melancólicos como yo.
Nosotros nos arrimábamos a la práctica del deporte nada más que por compartir el ritual del juego y jamás pensamos que podíamos alguna vez cobrar por ello. No sé si lo miraríamos como un sacrilegio, simplemente no nos entraba en la cabeza. Ni cuando veíamos esos pelotaris jugar por dinero y debo aclarar que no todos los "grandes" lo hacían. El caso del Negro Molina o "Chacona", como prefieran y algunos otros, era una excepción.
Nosotros en nuestras almitas soñadoras apenas pretendíamos imitar a los cracks de entonces que paseaban el pícaro fútbol criollo por el mundo: Oreste Corbata, Oscar Massei, Omar Rossi, Ernesto Grillo, Humberto Rosa, Tucho Méndez, Walter Gómez, póngale lector todos los que usted tiene en su memoria y preferencia.
Nosotros pusimos la misma persistencia y la misma fidelidad que Vicente Molina, es decir el Negro, es decir "Chacona", mi vecino, apaña hoy entre sus más preciados recuerdos el de aquellos días cuando levanta la mano para saludarme y me dice :
-¿Cómo va Troñón...?
-Bien Negro, le digo.
Y me quedo pensando en el origen de ese apodo que una vez me puso y que alguna vez contaré .
Y me ve pasar mientras pedaleo la vieja bicicleta de mi padre y no me doy vuelta porque sé que en esos ojos oscuros está justo la mitad de la historia de mi pueblo y toda, absolutamente toda la historia de mi barrio, El Jazmín, que es el suyo o mejor más suyo que mío, porque hace ochenta años que no se mueve de allí.
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