Jueves, 28 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Jorge Isaías
Entre los grandes autores que la posmodernidad arrasó como una hoja seca hacia las alcantarillas de la nada, está el poeta Juan Ramón Jiménez.
El "andaluz universal", el enamorado de su "dulce Moguer natal" no cometió ningún sacrilegio, salvo uno: fue un obsesivo que cuidó sus versos como piedras preciosas en un mundo que se fue irremediablemente al pozo de la decadencia y tuvo el grave error dijo Borges de Banchs de ser sólo un gran poeta.
Buriló por así decirlo sus versos con una paciencia de orfebre durante toda su vida, quiso lograr una expresión autónoma lejos de toda servidumbre referencial u oportunista o de mercado.
Y dicho sea en su honor anoto: durante medio siglo fue un autor "faro" para varias generaciones, muy leído y con niveles extraordinarios de venta que llevaban a la tentación de "piratear" sus libros, hecho del cual se queja en su correspondencia (1) con otros autores, no tanto por la plata que perdía sino porque se los copiaban con las erratas que le producían jaqueca.
Fue capaz de abjurar de sus libros pasado un tiempo, que corregía sin cesar, como un verdadero poseso, y hasta los títulos cambiaba cuando autorizaba una reedición.
Desde sus años juveniles en que solicitó un poema a Rubén Darío para ser publicado en una revista que editaría, pasó desde ese romanticismo inicial hasta ser un discípulo del gran nicarag_ense y luego ir decantando su lírica hasta niveles nunca luego alcanzados por la poesía en español.
Fue el epítome del poeta "puro" y defendió a mansalva esa línea en un tiempo en que la poesía se misturaba con los vaivenes de la política, en búsqueda de esa "poesía llena de impurezas" como gustó a Neruda, poeta odiado por el andaluz, hasta tratarlo de poeta "lleno de grasa".
Se peleó con todos, discutió con todos, poniendo siempre la cara "y firmando mis opiniones" aclaraba siempre, pero tuvo una actitud de curiosidad insaciable por los jóvenes poetas ignotos a quienes respondía sus requerimientos, opinaba sin piedad, y se suscribía a sus revistas, les compraba sus libros y los alentaba cuando suponía un talento en esos versos defectuosos que con paciencia responsable, leía.
¿Qué llevó a este hombre enfermo, que pasó parte de su vida en los hospitales, acosado por grandes depresiones, que vivía exclusivamente para la poesía, a apoyar la política democrßtica de la República española? Su autenticidad y su coherencia. Una sola vez tuvo un gesto político, le costó caro, y se lo bancó hasta el final.
Cuando estalló la rebelión franquista, Manuel Azaña, presidente de la República Española, tal vez para protegerlo, lo nombró agregado cultural en La Habana.
No volvería mßs a su querido país. Se embarcó con su fiel esposa Zenobia Camprubí (profesora y traductora, gran compañera) en el vapor "Aquitania" sin saber que nunca volvería. Caída la República pasaría a Puerto Rico y Estados Unidos donde tuvo que hacer lo que nunca había hecho, ya que era hombre de fortuna familiar, trabajar. Tenía 55 años.
Por primera vez dio conferencias y clases en universidades. Su mujer lo ayudaba con las clases de español. Yo siempre he visto a Zenobia como la fiel Gerarda de nuestro Juanele Ortiz, que dicho sea de paso siempre me mostró su admiración por "el gran Juan Ramón", como gustaba repetir.
Mientras tanto, en Madrid, hordas falangistas arrasaban con su departamento destruyendo su biblioteca y sus papeles que se perdieron para siempre. Como siempre sucede en estos casos, el resentimiento de otros escritores apoyó no sólo el hecho sino que robaron objetos queridos por él, todo denunciado con furia en su correspondencia, con nombre y apellido, como cuadraba a un hombre de su talla.
¿Qué pasó mientras tanto con los libros que escribió en su largo exilio?. Adhiero a la teoría de algunos críticos que Juan Ramón Jiménez escribió en el continente americano lo mßs alto de su lírica.
Recién en 1999 la editorial Galaxia Gutenberg, de Barcelona, reunió bajo el título común de "Lírica de una atlßntida" esos libros imperdibles, que son por orden de escritura: "En el otro costado"; "Una colina meridiana"; "Dios deseado y deseante" y "De ríos que se van".
De todos ellos sólo se conocía una magnífica edición de la crítica Aurora Albornoz, el primero de ellos, que fija esos textos admirables y es consulta hoy imprescindible de todos los críticos de la obra del poeta, y "Animal de Fondo" editado por Losada bajo la supervisión de Rafael Alberti, en Buenos Aires en 1949, que forma parte de este tercer libro, es decir de "Dios deseado y deseante". Fragmentos de su intento lírico mßs alto en prosa poética "Espacio" perteneciente a "En el otro costado" aparecido fragmentariamente en revistas mexicanas.
Cito parte del prólogo de este largo poema: "Creo que un poeta no debe carpintear para "componer" mßs estenso (sic) un poema sino salvar, librar las mejores estrofas y quemar el resto, o dejar éste como literatura adjunta. Pero toda mi vida he acariciado la idea de un poema seguido (¿cußntos milímetros, metros, kilómetros?) sin asunto concreto, sostenido sólo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz, la ilusión sucesiva, es decir, por sus elementos intrínsecos, por su esencia".
Juan Ramón Jiménez había nacido en Moguer, provincia de Huelva, España y murió en San Juan de Puerto Rico en 1958. En el último año había muerto Zenobia y del pozo de depresión en que estaba no lo sacó ni la obtención del Premio Nobel que fue retirado en su nombre por el Rector de la Universidad de puerto Rico donde trabajaba.
Con Zenobia no tuvieron hijos y vivieron abocados a la literatura y a la difusión de los autores que consideraban con algún merecimiento, en esos grandes poetas habían descubierto la pasión que compartieron toda una vida.
Los grandes no necesitan nada más, porque nos legan a nosotros, sus lectores, el resultado de esa vigilia que rehúye los ruidos ensordecedores de la Feria, tan incesante y abrumadora en estos tiempos.
(1) Juan Ramón Jiménez: "Cartas literarias", Bruguera, Barcelona, 1977
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