Jueves, 4 de enero de 2007 | Hoy
Por Sonia Catela
Planto la mano sobre este picaporte y lo giro hasta que el click me franquea el paso a su búnker prohibido, la primera en revisar su alcoba, cuando recién acaban de morir sus ojos y su voz, sus hermosas piernas y sus manos nerviosas, cuando en la cama del sanatorio la amortajan y ella se vuelve silencio; cara a cara se podría discutirle, contradecirla, a salvo del castigo de sus ironías y sus sanciones: "retirate", "pero, señora, no terminé la respuesta a...,", "no toqués una línea más. No sé cómo te aguanto", "discúlpeme, ¿y el discurso que debo revisar...?", "mañana no vengas", y en tanto en el sanatorio los que la aman lloran, y los que la odian callan, enciendo la luz de la pequeña tulipa que flanquea la puerta, descorro los cortinados y me aposento en su territorio; me mandan a buscar sus joyas; la adornarán para las fotos que sacarán los periodistas de los diarios y de la televisión tras la libra de carne que tienen que colgar del gancho; rápido, a mostrar la caída de esta mujer poderosa, así como ella no descuidó el desbarranque de los que la precedieron, asfixia, colapso, hemiplejía, suicidio, terapias intensivas, accidentes.
¿Por dónde empiezo? Cada uno de estos muebles blancos, armarios, escritorios, baúles esconde las explicaciones que la señora nos debe.
Examino el manojo de llaves; las he manejado todas, bajo su vigilancia sin descuidos. Sacaba un expediente del armario, o su agenda personal cerrada con candado, y su voz sonaba "ahora andá a trabajar a la computadora de abajo, Silvia, que lo tengo esperando al doctor", y construía su famosa sonrisa, agregando: "ponete menos perfume, querida. Vas dejando una vaharada vulgar; perdoná el olor, Michel". Luego me ofrecía alguna de sus esencias de las que le sobraban como le sobraban aliados, aspirantes, chupamedias, servidores fieles, creyentes, y desparramaba esos sobrantes por ahí, hasta que saltó lo de sus hijos; cuando saltó lo de la apropiación de sus hijos necesitó hasta de las sobras. Y logró que apenas se mencionara el asunto, tapado con una complicidad que recorría la pirámide jerárquica, de gerentes a noteros, de locutores a presidentes de directorio, y consiguió que ni siquiera se susurrase su pasaje por la cárcel, adonde la acompañé durante los tres días que la pusieron tras rejas. No hubo una sola imagen, una sola toma que documentaran a la Señora, detenida, entrando a la Federal.
Abro cajoncitos. ¿Dónde escondía su correspondencia? No estas cartas oficiales, que yo misma archivaba en carpetas ordenadas. Las otras, las personales, las que separaba, leía en privado y guardaba en mi ausencia: "andate, Silvia. Después te llamo". Cartas de los hijos, por ejemplo, o de gente que se mantenía anónima y sólo consignaba sus iniciales en el reverso. Descorro el vestidor; me pongo el famoso vestido de cuando la condecoraron en la embajada de Francia. Fue antes que se destapara lo de sus hijos, la denuncia sobre su origen salpicado en sangre. Duplico su pose ante el espejo.
Empezaré por... Me inclino por la caja fuerte. "¿Y vas a venderlas? ¿mis memorias, personales mis intimidades? ¿vas a ventilar mi privacidad?" oigo su voz muerta, de muerta porque le tocó la conscripción necrológica como a cualquier hijo de vecino, el llamado del milenio, te moriste, "¿por qué no, venderlas? ¿qué hubieras hecho vos, señora? publicarlas, circulación récord, escribir la realidad mediante tus rotativas". Tiene que ser la caja fuerte. En la caja fuerte jadea el nudo de su historia. Quiénes pasaron por su lecho. De dónde sacó su prole, la que le brotó en 1977, época propicia para que brotaran hijos de noches ametralladas, y no precisamente de repollos. El por qué de su muerte, qué padecía, qué medicamentos ingería, sus vicios.
Encuentro la clave numérica de la caja fuerte en su agenda. Hasta su agenda es un tesoro de datos que nutrirían una biografía. Pero, antes, la caja. Corro el Petorutti; claro que le daba el cuero para Picassos o Magrittes, que seguramente tiene escondidos en alguna bóveda, pero aquí fingía argentinidad con arte nativo. La puerta se abre. Más allá del estuche de joyas que esperan en el sanatorio, vacía.
Descorro los cajones que la señora mantenía bajo clausura. Pelados. Nada de fotos comprometedoras, atados de mensajes anudados con cintas, o esquelas de los ramos sospechosos que recibía como corolario de presuntas citas, ni el diario íntimo que sé que llevaba, y guardaba con altanería apenas me veía circulando a su alrededor. Nada de los archivos secretos con material confidencial que no publicaba hasta instigar circunstancias favorables.
En la biblioteca, únicamente los cartapacios remanidos. Protocolos con sellos que yo misma perforaba y encarpetaba.
Arrojo al suelo cajas y gavetas, palpo las tablas, en lo hondo, por botones ocultos o escondrijos. Desnudo los placares, reviso la ropa, las valijas que usaba en sus viajes, los paquetes de atuendos.
Tomo aliento. En el gran sobre de cuero crudo del escritorio, una carta. Dirigida a mí. "Querida Silvia. Abrirás esta misiva cuando ya no me encuentre en posición de decidir mis actos. He ordenado al máximo mis papeles. Siempre habrá alguna desprolijidad que te ruego subsanes. Dejo material en abundancia como para que puedas escribir tus memorias, o como las llames de nuestra relación; la agenda es un ejemplo. Quizá no encuentres lo que esperabas, he tomado ciertas medidas con la documentación que hace a mi vida privada y no te concierne. Entenderás a qué me refiero. Esto puede desilusionarte, pero con lo visible, lo que hay en estos archivos, basta y sobra para que tu libro alcance buena venta. Teniendo en cuenta tus intereses, y pese a mis escrúpulos respecto de la difusión de determinados elementos, decidí destinarte una caja que hallarás en el tercer divisorio de la izquierda del gabinete. El contenido se mueve en la difusa línea que separa lo público y lo privado. Podrá proporcionarte esa cuota picante, pero razonable, que toda biógrafa necesita. Al fin, serás mi historiadora oficial. Hay un contrato al respecto que Marisa te llevará para que firmes. Y obra en poder de mi abogado una autorización para que se te deje trabajar tranquila en mis aposentos, durante quince días, bajo su asistencia. Él leerá los borradores que vayas preparando."
Sí señora, le digo.
Y leo el último renglón de su carta: "Y a partir de ahora, podés llamarme Ernestina".
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