Viernes, 12 de enero de 2007 | Hoy
Por Beatriz G. Suárez
Sirenas
Células enloquecidas traen escamas del mar ardiente, ponen huevos en mi playa, depositan noticias españolas, de evadidos mares; han devenido una sirena que deja la letra libre. Y una epidemia de sufrimiento muy atrás. Mitad pez, mitad batalla o línea, a tiempo en el segundo domingo de enero; canta como en la ópera, tiene algas moradas en su cola bárbara, tiene la forma de ╡frica y parece que también un gran amor. El enigma de los que no hablan. Se ha desventurado una sirena entre mis arenas como prueba de que aún veo bien y, mientras tengo la sensación de que Dios está ocupado, se revuelca delante de mis ojos y empiezo a sudar. Tiene de mujer lo menos importante y de los peces poco y nada; frunzo la cara por su sol y no entiendo el propósito final. Alguien comenta que su heroica vigencia se debe a grandes pasiones entre corvinas y pescadores, en las noches cortas del verano, esos momentos en que los hombres pescan solos en los muelles petisos y las cañas son el modo de narrar la prudencia. Una de esas sirenas fijó domicilio en mi aventura y la acidez del mundo le hace olas, la baña de ciudades ausentes. Se revuelca sin pies, abre la boca y derrama entusiasmos colosales y una energía sin gobierno. Entre una épica de almejas y esta novedad que no puede arrodillarse estoy perpleja y preguntándome qué pasa.
El faro
Hay una construcción perteneciente un tanto al mar un tanto a las familias de la tierra. La pesca como aventura empresarial va guiada por esa luz, ese cúmulo de nortes y sures indica probables finales para el universo. Entre barcos y mástiles el faro amaina la desesperación, pone en redes la dirección de la tragedia, contiene leyendas de puertos y en las flotas de buques que dirige hay desazón guardada para nunca. Existe desde que Italia estaba lejos, surca el mar en caricia y suspiro, le da música a mis horas alumbradas con intermitencia, deviene la sensatez del pescador perdido. Quienes mas quienes menos orientan su vida con diferentes faros, los amigos que están del otro lado del océano, la esperanza, la gente del pueblo. O un hombre que habla.
Olas
La playa en permanente estado de anfitriona llama con voz cantarina o de falsete a que el agua salada explique arrastrándose. Una y otra vez. Revuelve las incongruencias, le hace de labios a la tierra; el mar entonces, vive un acontecimiento crucial. Un accidente que cortara la luz del día. La vida se mece en un castillo, en el hecho desmesurado de la arena. No sabemos con qué desconcertante fuerza puja una ola de fuego a cada rato tal que obtengo un pavimento donde provocar ese viaje que tiene que sonar inolvidable. Observadas con violencia las crestas blancas podrían resultar el final de una guerra.
Muelles
Viajan de punta por un agua leve y tierna, se adentran entre los porque sí de las personas e infinitos anzuelos, no saben del mar y al caminar llueve la existencia. Permiten lecturas del líquido y predicciones sobre lo que la gente del pueblo llama mar. En la punta de un muelle podría estar el significado de todas las angustias. Hablando y callando, alternativamente.
Ultimas casas
La bahía tiene dos puntas, una la de mis manos otra la de mis conclusiones. Es una herradura que un pacífico caballo de mar dejó alguna vez mientras desenroscaba su cola. A lo largo de ella se verifican las casas unas a otras, espían el verano y se preparan para las eternas lunas de julio cuando aquí no haya nadie. Tienen la locura propia del todo y la nada, la temporada y la realidad. Los techos parecen aplaudir al cielo en balconadas de sal que fueran incluso a oxidar la mayoría de las cosas. Existen entre anclas, cabos, velas, vapores y niños que nada saben. Son pocas y ejercen un reparo al monstruo del océano que en constante ataque rompe y rompe. Pero hay una que está mas sola que las otras, una pequeña geometría la hace especialmente vulnerable a los meteoros de viento. Un viento que la intercepta y la vuelve infinitamente triste. Podría decirse que el universo pasa por este caserío varias veces por día.
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