Jueves, 25 de enero de 2007 | Hoy
Por E. E. Nelly Galasso*
Yo lo vi -dijo Oviedo- estaba apoyado en el árbol grande, mirando para la casa, como todas las tardes. Y no se equivocaba Oviedo; tal vez estuvieses allí, con la espalda apoyada en el tronco del viejo eucaliptus que los abuelos, recién casados, plantaron al llegar y con los años creció desaforado; tal vez estuvieses allí, como todos los días, tu mirada caliente resbalando sobre la casa durante horas. Era el rito de sus atardeceres, recorrerla con los ojos que se te quedaban prendidos a los muros. Y acaso, en lo profundo de tu pensamiento ardiese un remolino de perfumes, de voces, de risas; la risa inconfundible de papá cuando intentabas alcanzar, con un salto inmaduro, la aldaba de bronce en lo alto de la gran puerta del frente, enjoyada con cristales de colores.
Quizás pienso intentarás reconstruir aquellos extraños signos, los números y las letras que te repetía la abuela hasta que, con un largo suspiro, cerraba el cuaderno y la oías murmurar: pobrecito, mientras iba en busca de un pastel de dulce; la abuela tan amada, su delantal con puntillas, aquel olor a confitura y el collar de perlas resbalando entre sus dedos mientras ella, grande y tibia paloma, te arrullaba en su regazo con una voz pequeñita hasta que te dormías; tal vez todas tus cosas están todavía allí, tal vez las estás viendo. Esta tarde, apoyado en el árbol, como dijo Oviedo, quizás hayas reencontrado en el oscuro laberinto de tu memoria, en lo profundo de un algodonoso recuerdo, la aventura de tus pasos inseguros sobre las baldosas del patio, la tibieza de aquella mano guiándote (tan pequeña tu mano en la suya), la tentación de los racimos de uvas moradas suspendidos en lo alto, el arrasador perfume de los jazmines por las noches; la dicha de entonces que ahora te oprime la garganta. En este atardecer, con el cielo incandescente frente a ti y la espalda apoyada en el árbol, estarás añorando el jardín desprolijo donde te ocultabas mientras mamá gritaba tu nombre, para reaparecer triunfante con un torpe ramillete que le ofrecías al dejar tu escondite y abandonarte a sus brazos, que tenían la misma fragancia del jardín.
Esta ha sido siempre tu casa, todo el tiempo; el tiempo que sólo podías reconocer en las hojas de papel de los calendarios, que desprendías y arrojabas al aire para verlas volar como frágiles pajaritas. Cómo han pasado los años, cuánto has crecido, te decían, en tanto la casa permanecía y era tu lugar seguro, aunque hubiesen partido el abuelo y luego la abuela tan blanca, y papá con su risa, y mamá que se quedó un poco más pero que siempre estaba llorando.
Todo era bueno en la casa, aún cuando algunas veces papá y mamá hacían viajes contigo y te llevaban a recorrer aquellos edificios tan tristes, con muchas ventanas, gente vestida de blanco y extraños aparatos que te inspiraban temor; nunca comprendiste por qué, al regresar, mamá tenía los ojos húmedos y papá te abrazaba tan fuerte que dolía; ellos volvían silenciosos, pero en la casa te esperaban los besos dulces de la abuela y eso te hacía feliz. Eras feliz, a pesar de las maestras que llegaban a la casa y que debían marcharse muy pronto, porque ante sus inútiles explicaciones tus iras eran terribles y volaban por el aire las hojas arrancadas de los cuadernos y la vorágine de colores de los lápices indefensos en sus cajas; después, cuando papá también se fue, ya no hubo más lecciones ni maestras. Sólo mamá se quedó un poco más, pero siempre estaba llorando...
En sus noches lentas, cuando no encuentras el sueño, caminas por las habitaciones de altos techos y cortinas pudorosas, por los dormitorios con sus camas vacías y por fin, te sientas en el sillón de la biblioteca, rodeado de libros estériles; allí, en la oscuridad, escuchas todas las voces que giran en tu cabeza y te hacen llorar. Entonces Oviedo, que duerme en el cuartito chico desde que mamá también se fue, te toma de la mano, venga, pobrecito, duerma otro rato, te dice, y se sienta al lado de tu cama, cabeceando el último sueño de la madrugada. Y te quedas acostado, muy quieto, con los ojos clavados en el techo lejano, pero te ronda una rabia oscura. Yo lo vi dijo Oviedo estaba apoyado en el árbol grande, mirando para la casa. Y como se estaba haciendo de noche, me fui para el campo a buscar la hacienda desparramada para traerla a los corrales. Fue ahí, cuando estaba volviendo, que veo el resplandor. Taloneé desesperado al caballo, pero cuando llegué ya era tarde: la casa ardía como un infierno y el pobrecito, al lado del árbol grande, a los saltos y a los gritos, cuando me ve, ¿viste, Oviedo? me dice riendo, esta casa es mía y no me la van a quitar.
* Relato del libro "Cuentistas Rosarinos", concurso de cuento oganizado por UNR Editora
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