Martes, 13 de febrero de 2007 | Hoy
Por Jorge Isaías
A Juan Renzi
Qué nos evoca el recuerdo de aquella figura querida por todos nosotros, siempre detrás de su imagen donde imperaba la indefensión y el desaliño.
¿Algo del antihéroe de la modernidad que era un verdadero héroe para los niños de entonces?
Ese cariño confiado con que trataba a la pelota, como si él no fuera un jugador más en la cancha, sino el que la prestaba para que todos jugaran y de vez en cuando la tomaba y le ofrecía unos mimos, como para recordarle quién la había enamorado, y, luego sí, la echaba a rodar con un pasecito a un compañero que se asombraba de recibir tal mansedumbre.
Mansedumbre que llegaba a la red produciendo alegría enlazada a la ilusión de todos los purretes.
Ahora que él no está y que ya es muy improbable que vuelva, tal lo ha demostrado con creces, contra toda nuestra esperanza, pienso mucho más en él.
Fue de los últimos privilegiados en el talento intransferible de tratar a la pelota de fútbol, cuando este deporte era vocacional, se expresaba con una frase que era un lugar común, se jugaba "por amor a la camiseta" y no se estaba consternado con el dinero, el "jet set" y la venta de la "imagen".
¿Fue sólo eso que lo convirtió desde temprano en nuestro ídolo?. No. No fue sólo eso. Fue también el desinterés de su actitud frente a la vida, que él se tomaba desde el lugar del marginado a voluntad. Como para poder ironizar, reírse del poder con todas sus ganas, como diciendo: "yo los conozco, no los respeto y con ustedes no transo". El podía darse ese lujo, porque su talento era gratuito pero todos necesitábamos de él.
Tenía esa dignidad lejana para todos, entrañable para nosotros, era simplemente "Balazo" aunque firmara Juan Renzi.
El sabía sin embargo que a los chicos no se los engaña, por eso era nuestro amigo.
Justamente esa irónica distancia que ponía entre él y el mundo, entre los intereses de todos y el suyo, lo tornaba insobornable, porque hasta en el amor era esquivo y no le faltaban voluntarias para hacerlo cambiar de actitud.
Su vida, vista por los demás pudo haber sido aburrida y gris. Es seguro que esta opinión no le importaba, que el crédito que tenía con nosotros era lo que realmente le interesaba, porque adonde él fuera, un enjambre de pibes lo seguía y cuando caía a las cansadas a una práctica, tomaba la pelota e iniciaba una serie interminable de "jueguitos" que era seguida con atenta admiración, que mirábamos al detalle casi sin respirar, y, luego contábamos al ausente, casi con desprecio.
¿Sabés cuánto tuvo la pelota en la cabeza "El Balazo" hoy? y lo abandonábamos con la duda como una aguja clavada hasta el hueso.
Ante el asombro culpable del otro lo dejábamos lleno de tal remordimiento que en la próxima práctica, seguro estaría allí.
Pero su carisma, creo hoy, excedía el trato con la pelota, si bien era el comienzo ineludible de nuestra admiración. Había otra cosa en Juan Renzi, algo inasible, algo que nos atraía, sin saber bien qué era, que no sabíamos traducir y mucho menos explicar.
Juan, tal vez, nos ofrecía desde temprano cierto sabio escepticismo, algo que en la vida deberíamos agradecer si lo entendíamos, (si éramos capaces de entender), algo que nos inficionaba con su ironía tan fina, y a veces tan despiadada, como diciendo: "ojo chicos, el mundo no es lo que les parece, es siempre algo más".
El mundo, tal vez agregara, no es para tomar en serio, hay mucho insoportable que ya lo hace por nosotros. Como si precautoriamente nos avisara que no debíamos ser cómplices con ese envaramiento.
Juan era muchas cosas para nosotros, un valor íntimo y supremo que nos trasmitía desde esa pobreza cuasi franciscana en la que había elegido vivir, sin la servidumbre ante las cosas materiales.
Apenas con lo puesto o casi y su infaltable paquete de "Imparciales" sin filtro. Todo le era ajeno, menos esa ironía implacable que usaba contra la ridiculez y la ambición, ya sea la fama o el dinero.
Tal vez fuera su defensa frente a tanta obscenidad que excluía la belleza y la sinceridad, valores máximos para él. Valores que él ponía ante todo, como su ética de espartano.
Como casi nunca sonreía, había que conocerlo muy bien cuando sometía a algún incauto a su implacable batería de socráticas preguntas, porque las carcajadas eran todas nuestras. No en vano estábamos todo el tiempo con él. Pero esto ya era en nuestra complicada y gris adolescencia.
Escribo todo esto sin pizca de nostalgia, porque como sabemos, a él no le gustaría, o no le hubiese gustado en aquel tiempo. La delicadeza en el vivir ha perdido vigencia y hoy no está a la venta en el mercado.
Yo creo que no será ocioso tomarle prestada a Cioran esa frase con que lo definió a Borges: "era en el mundo del ruido, el último delicado".
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