Martes, 6 de marzo de 2007 | Hoy
Por Miguel Roig *
La pieza de pan voló de una mesa a la otra cruzando todo el salón. Cayó delante de Jorge Vidoletti pero no llegó a darle en la cabeza, objetivo ansiado por Eugenio Filipelli, autor de la acción.
Era el 10 de diciembre de 1983.
El presidente Alfonsín había asumido la presidencia esa mañana. Estábamos en Cosquín y el pan volaba en el salón de actos de un colegio en el que, durante el festival de teatro independiente, la municipalidad nos invitaba a comer a todos los elencos teatrales que veníamos de distintos lugares del país.
Nosotros habíamos llevado un montaje de Marathon, de Ricardo Monti, primer y único emprendimiento de Teatro Libre, nuestro grupo, que duró lo que duraron las representaciones de Marathon. No fueron pocas, pero las suficientes para acabar con él.
¿Por qué voló el pan? No recuerdo el motivo; era secundario, ínfimo con relación al ataque. La obtención de una mejor sala, una inscripción fuera de término o, simplemente, celos generacionales ocultos debajo de las excusas: Filipelli era de la generación de Nuevo Teatro: Alejandra Boero, Agustín Alesso; nosotros, unos críos.
Bertold Brecht versus Peter Weiss. (Sí, alguien soltó tamaña insensatez y encima era de uno los nuestros.)
El hecho fue recordado durante un tiempo como "el pan de la locura", en alusión a la conocida obra homónima de Carlos Gorostiza, compañero de ruta de Filipelli en los sesenta, tiempos en los que buena parte de la comunidad teatral orbitaba alrededor del Partido Comunista.
A Jorge Vidoletti lo conocí en Teatro Abierto, cuando dirigía una obra de su autoría basada en la vida de Enrique PichónRiviere, fundador de la escuela de psicología social.
Había una escena en la que el joven médico PichónRiviere, realizando su residencia en el hospital Centenario de Rosario, se encuentra en uno de sus túneles subterráneos. Allí ve pasar un enfermero con una camilla en la que lleva un cadáver. ¿Adonde va? le pregunta. A la morgue, contesta el enfermero; era un paciente del psiquiátrico.
El túnel comunicaba la morgue del Centenario con el psiquiátrico que está en el bloque contiguo al hospital.
La muerte y la locura. PichónRiviÍre queda perplejo al ver que el eje de su pensamiento tema de la obra teatral y, en definitiva, tema constante en Vidoletti, tenga una correspondencia literal y siente la opresión de dos alternativas sin salida: el fin o la enajenación.
Alejar la muerte; esquivar la locura.
Cuando murió la abuela de Vidoletti me acerqué a la funeraria donde velaban sus restos. La anciana descendía de una familia de abolengo y había pasado sus últimos años en compañía de un amante, en la soledad de una finca en estado de abandono que ocupaba una manzana entera en el barrio La Florida. Esperaba ver una nutrida comitiva de personajes. Pero no: de la sala mortuoria sólo se escapaba un sonido ajeno a la ceremonia: el continuo martilleo de una máquina de escribir. Al entrar encontré a Jorge sentando en una silla a un par de metros del ataúd. En otra silla, delante de él, estaba su Olympia portátil, en la que tecleaba sin parar. Al verme me pidió que lo esperara un momento y me señaló la botella de Bols para que me sirviera un trago.
Compartimos la noche los tres: Jorge, yo y la abuela. Nosotros dos charlando y bebiendo, esperando el nuevo día llegar frente al ventanal que dominaba el centro de la ciudad.
Creo que Jorge jamás le ha tenido miedo a la muerte. El miedo surge frente al flirteo con la locura, ejercicio que ha practicado siempre con verdadero vértigo en su escritura, en sus puestas. Es un sonámbulo que mira el abismo constantemente: si hay miedo, siguiendo a Sartre, es a tirarse, no a caer.
Es su manera de no alimentar la locura.
Ultimamente, mientras gestiona un teatro en Buenos Aires, insiste en que compartamos un blog para perpetrar un texto juntos. Hasta ahora no le había hecho caso, pero se me ocurrió un argumento y se lo voy a contar.
Supongamos un hombre. Un sesentón. Pensemos en Terence Stamp con el carácter de Meursault, el protagonista de El extranjero de Camus. De momento no tiene nombre. Está en Barcelona y espera sentado en un coche, frente al volante; ojea distraído un ejemplar de Marca. Ya ha visto el dato que le interesa: el resultado del partido jugado en la víspera por Platense y su lugar en la tabla; el resto, no lo ve. El hombre es argentino y el hecho de vivir en Barcelona le ofrece la posibilidad de cobijar su lengua al amparo del catalán: se mueve con gestos. Lleva en la ciudad más de veinte años. Se exilió cuando comenzaron los juicios a los militares. Un sindicalista con negocios en España le consiguió un trabajo y desde entonces lo ejerce: es secretario, chofer, asistente, guardaespaldas y todas las posibles declinaciones del viejo oficio de estar a las órdenes de un empresario difuso para la ley. El hombre pudo volver cuando se promulgaron las leyes de punto final y obediencia debida, pero su mundo se había perdido antes: no le interesaba. Se había disuelto después de la guerra de Malvinas. Creía en un orden, tenía una cosmovisión y fueron sus superiores quienes acabaron con ella y no la historia que se pone en marcha el 10 de diciembre de 1983, cuando Alfonsín obtiene el bastón del mando presidencial. Con el bochorno de la guerra, la cobardía del mando y la derrota inevitable de aquel sistema, empieza a resquebrajarse su Weltanschauung.
¿Cómo se mueve ese personaje que mira distraídamente el Marca? Se moverá no cuando llegue el jefe y le indique una dirección hacia la que partirán; se moverá cuando se cruce accidentalmente con una víctima suya. Alguien más joven que él a quien torturó. Este nuevo personaje ha sustituido el mundo que giraba en torno a la revolución por otro que gira alrededor suyo: es propietario de una editorial y tiene reconocimiento público. Hay un problema: en su día, en la clandestinidad, bajo el credo de una organización revolucionaria, hizo uso de las armas: ejecutó a un industrial, quien podría ser ahora un espejo del nuevo hombre que se construyó a si mismo en estos años. Así las cosas.
El torturador chantajea a la víctima con su pasado (de momento, la ley sólo ampara al militar). Le encarga una tarea: hay que asesinar a alguien. Obviamente, el editor se resiste pero el peso de la amenaza atraviesa su resistencia. Y lo hace. Pero después de ejecutar el mandato, descubrirá que en realidad a quien ha matado es a su torturador, el militar, quien trama todo el plot porque no llegó nunca a acumular coraje suficiente para quitarse la vida.
Quizás Vidoletti quiera escribir esto. Hay que decidir una voz, pensar la trama, hacer una reflexión moral sobre el planteo. En fin, trabajar. Es apenas un apunte, producto del insomnio. Sólo algunos monstruos que producen el sueño de la razón, al decir de Goya.
Una forma de escapar de la locura a su manera (la de Jorge): negándole el pan.
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