Jueves, 15 de marzo de 2007 | Hoy
Por Jorge Isaías *
Pasé varios días este verano observando con morosa atención el vuelo nervioso de las calandrias, en mi pueblo.
Descubrí con alegría que no excluía el asombro, cómo una calandria madre enseñaba a volar a sus pichones, cómo los incitaba con su aletear, los instaba a alcanzar unas ramas bajas de ibyrápitá, les daba de comer en sus piquitos ávidos, inexpertos, pequeños gusanillos que extraía de la gramilla recién cortada.
Recordé casi sin quererlo, una mañana lejana, una bella, soleada mañana de abril, en Paraná, frente a la casa de "Juanele" Ortiz, en el Parque Urquiza. Allí el viejo poeta, el maestro de tantos, me comentó mientras mirábamos volar a las calandrias:
¿Usted sabe que estos animalitos reproducen con sus vuelos los ideogramas chinos?
Yo lo ignoraba en ese entonces y aún hoy no estoy seguro que sea verdad, eso ya no tiene importancia. Pero en ese entonces le creí, como todo lo que me decía con su voz pausada que buscaba las palabras que mejor se adaptaran a la sensibilidad de su interlocutor, como no queriendo ofender, con su delicadeza de viejo criollo siempre atento a que el otro encontrara la profundidad que era muy clara para él.
De todos modos el hombre habría pasado muchos años observando el vuelo libre de los pájaros, mientras el Paraná lento y caudaloso corría encajonado en unas barrancas altas, a sus pies. Por lo tanto, tenía todo el derecho de opinar sobre las calandrias que le recordarían los poemas de sus amados Li Po o Lao Tse. Poetas que en ese tiempo estaba traduciendo ( ayudado por algunos amigos chinos, aclaraba).
Hoy, a casi cuarenta años de aquella opinión tal vez poética, tal vez libre como era todo en él, se me presenta aquella vieja y borrosa imagen en la mente mientras miro estas calandrias que son otras, en el humilde patio de mi casa, en mi pueblo. Y no interesa si aquello fuera cierto, lo que importa es el recuerdo del Maestro que hoy relaciono mientras miro estas calandrias mías, que tal vez no sepan chino.
Sobre todo las mañanas y las tardes que pasé escuchándolo, como en éxtasis, ya que las admiraciones juveniles son como los afectos, de una vez y para siempre.
Mientras miraba entonces estas calandrias vivas (no sé si más vivas que las calandrias aquellas de "Juanele") pensé un momento que en la naturaleza todo está previsto, menos la irrupción del hombre que nunca la respeta.
De todos modos uno puede debajo de estos fresnos admirar el vuelo de los pájaros. Pasarse horas viéndolos volar, espiar cómo esas calandrias persiguen a un par de palomas grandes a las que aquí llaman "monteras" pese a la desventaja del tamaño: chillidos, aleteos, plumerío, hasta ponerlas en fuga. Observo mejor y veo que las "monteras" se habían posado inadvertidamente donde las calandrias tienen su nido, en el coposo ceibo que plantó mi madre cuando era apenas un gajito de no más de 30 centímetros de altura y hoy explota en carnosas flores rojas bajo la mano de septiembre y sus ramas gruesas se extienden hacia el cielo.
Justamente en esas ramas robustas y abiertas merodean y se persiguen entre sí los pájaros: corbatitas, horneros, pirinchas. Pero sobre todo la irascible calandria enseñorea su prepotencia y su denuedo. De vez en cuando el carbón lustroso de un tordo cruza pesado bajo el cielo que se detiene a curiosear enero, que lo hace lento como un mar clarísimo de aceite. Entonces ese plumaje bello irrumpe en esa quietud beatífica que las cigarras parten como una fruta madura con su sierra persistente.
Si salgo hacia la calle entonces, y miro hacia el Sur, un cielo increíblemente bajo me espera. Casi parece que puede tocarse con la mano. Pero es la sensación vacía de ese cielo que no se apoya en ningún árbol el que se deja estar así, lentísimo, mientras aquellos pinos, un poco más lejos donde estuvo la casa de don Juan Ortali, (un grupo de pinos impasibles) dan una fe a medias que allí alguna vez hubo una casa.
Si yo camino hacia allí, siguiendo el "camino del Diablo", tal vez me encuentre un grupo de chicos que vuelven con sus cañas al hombro de una excursión de pesca al cañadón que llaman "El noventa".
En campo abierto vuelan otros pájaros: los chimangos que lo hacen muy alto, porque con su vista poderosa buscan alimento, cigüeñas, bandurrias, sisiríes o crestones en busca de cañadas, alguna lechuza distraída que se posa en un poste de alambrado y mira todo con sus ojos avizores, inmensos ojos donde se reflejan las breves espigas del trigo.
Y volviendo a las calandrias a las "mías", las de este verano, digo que distrajeron mis ojos cansados, repitiendo ese rito materno tan antiguo, aunque tal vez no sean las calandrias que dibujaron los ideogramas chinos que sólo supieron leer el aire y los grises ojos sabios de "Juanele".
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