Sábado, 17 de marzo de 2007 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Los relatos de Nicanor Pérez se reproducen con más rapidez que los mosquitos en el tufo minucioso del verano rosarino. Ya había abandonado la ingenuidad de pensar que los encontraba casualmente (en el interior de Los libros de Alicia, en un sobre que alguien dejaba en un bar, en una carta que aparecía bajo la puerta de mi departamento), pero ahora creo además que no soy el único que los recibe. Existen otros cronistas y otros biógrafos de las tribulaciones de Nicanor (alguien que lo conoce bien tiene que haber escrito la introducción a los párrafos que siguen), quien por estos días ha optado por un discreto silencio y acaso prefiera que sus textos hablen por él. Sólo agregaré que las líneas que hoy transcribo llegaron a mis manos en el negocio donde están arreglando mi máquina de escribir. Allí, uno de los empleados me ofreció otra máquina en préstamo mientras esperaban el repuesto necesario para reparar la mía: una Continental pequeña, de teclas redondas, negras y verdes, que habrá sido fabricada por lo menos hace cincuenta o sesenta años. Dentro del estuche, dobladas por la mitad, descubrí casi sin sorpresa cuatro hojas (tipeadas en esa misma máquina) con bastantes correcciones y erratas, de las cuales he descifrado las dos primeras.
En un par de ocasiones, acaso en tres o cinco, don Nicanor Pérez debió guardar unos largos períodos de reposo. La primera vez, en los comienzos de su adolescencia. Fue una de esas vueltas de la vida que le cambiaron la vida breve o la vida entera. Un dedo cortado por una silla tijera, una infección, un reuma infeccioso, algo que tocó el corazón, un algo que por aquel entonces (1944) era considerado más grave que años después. Pero ya las cosas habían cambiado y don Nicanor las aceptó suponiendo que por algo había sucedido lo que había sucedido. Aguantó los dolores y las molestias que le ocasionaba el salicilato y eso hasta los quince años, cuando tuvo una recaída y se negó a seguir tomándolo. Dos bibliotecas lo suficientemente grandes como para saciarlo y un piano que estaba firmado por grandes pianistas fueron el alimento que lo llevó a tener una vida diferente a la de sus compañeros de edad. Hubo otras dos ocasiones (en otra oportunidad nos referiremos a ellas) en las que don Nicanor comprendió el significado de los fragmentos, de la vida fragmentaria, como años después lo volvería a comprender (posiblemente de una manera distinta) en Baudelaire, en Walter Benjamin, en Cyril Connolly. Ahora, ya viejo, trata de hacer visibles esas contradicciones a través del lenguaje. Cuenta, como un ejemplo, que sale de una sala (la número 20 del Centenario) donde el enfermero ha intentado aplicar el salicilato con la mayor delicadeza, pero el dolor es punzante. Al salir y caminar hacia calle Córdoba pueden ocurrir muchas cosas ajenas a esa inyección larga y espesa. Pero es en esos momentos cuando don Nicanor elude todo tipo de cronología. Sale del hospital y tropieza con el recuerdo de un cuento de Roger Pla que por aquellos años en realidad no había leído. O se encuentra con una chica, la primera que ha besado, que en un banco lo espera para contarle cómo le van las cosas con la muerte. Pero en ese momento la chica no había nacido, todavía no la había besado y tampoco sabía dónde moriría, solitaria y como abandonada, desmenuzada sin piedad por un cáncer feroz.
Don Nicanor busca entonces ejemplos de lo fragmentario que puedan tener cierta coincidencia en el tiempo, un poco al menos. Nicanor lo intenta. Lo ayudan (lo necesita) la grapa y el pestoso aroma de unos toscanitos de "bolsillo" que lleva precisamente en un bolsillo de su saco un tanto viejo. Ese olor se apacigua apenas por la cantidad de colonia franco inglesa que usa por litros. Mientras camina lento por la vereda oeste de calle Suipacha, finalmente encuentra un tono de largos aforismos para esos ejemplos de lo fragmentario.
Yo, lector
Yo soy lector, buen lector o muy malo, que viene a ser lo mismo. Los libros existen en la medida en que los leo. Digamos que estoy leyendo unos cuentos de Carpentier, unos poemas de Lezama Lima y unos diálogos de Platón (después de Platón punto y aparte, creo). Cuando salgo a la calle me encuentro con un auto al que me invitan "suavemente" a subir; facinerosos más repugnantes imposible. Lo de siempre, menú a la carta, vos sos tal cosa, soy tal cosa, sigo siendo tal cosa, entonces el habla directa de los repugnantes: si es así tenés que irte. De tantos lados, pienso, que ignoro en qué sitio del mapa encontraré lugar. Pienso en Kafka, no me quejo. Tampoco me voy, o solamente me voy por algunos momentos, no demasiado largos. Cuando regreso de ese pequeño paseo, decido escribir algo. Ignoro si esos textos tendrán o no relación con lo que me ha pasado y me pasa. Pero con seguridad son parte de los fragmentos que me integran.
Los sueños de los hombres sin sueño
¿Cómo sueñan los hombres que no sueñan? No pueden, contesta Hércules Poirot. No sueñan, se mueren. Pero eso fue en una novela policial que leía en la casa de mi viejo, una casa que ahora ha progresado decayendo en una gran casa bancaria. Estaba por Córdoba 1915; la novela era una de las tantas novelas policiales que leía en 1946 o 1947, descubriendo quiénes eran Philo Vance, Nero Wolfe, Perry Mason, Miss Marple. A Dupin y a Holmes los había descubierto un poco antes. Con el que me identificaba era con Donald Lam. Creo que mis pocos, lentos y mediocres estudios de derecho que hacía viajando a Santa Fe fueron bajo su influencia. Me parece que aprobé catorce o quince materias, aunque un amigo opina que llegué a aprobar trece. No interesa demasiado. Pero ahora, que duermo tan poco, me vuelvo a preguntar si los hombres con insomnios casi permanentes nunca sueñan o si no será que el insomnio es una de las formas terribles que puede tomar lo que llamamos sueño y no necesariamente una pesadilla. El sueño se sucede en el insomnio. Pueden llegar a ser insoportables. Entonces uno se despierta del insomnio y sueña. He resuelto el problema. Pero sigo preocupado.
Diálogo en Michigan
Fuimos a visitar a alguien. Le llevábamos un mensaje de Serafín López, especialista en literatura inglesa de la Universidad de Cañada Rica. En un momento ella, que ha comenzado a desvestirse, me dice: "Debemos despedirnos. Dejar todo. Desaparecer".
Le contesto, como en un susurro: "Está bien, pero ¿de qué debemos despedirnos y qué es lo que hay que dejar si ya no tenemos nada?".
Las otras sombras
Las sombras que no conocemos son aquellas que mejor conocemos. Una paradoja más no hace nada a las panteras, tampoco a las mangostas. Nuestro espíritu las presiente, su piel siente cuando pasan y nos tocan. A veces les tenemos miedo, otras veces amor. En ocasiones angustia, en ocasiones pasión. Ella nos dice: "Te extrañaba". Era una broma. Y yo como un buen imbécil me dejé llevar por tal apresurada declaración telefónica. Pero ella no es una sombra. No sé bien qué es, de qué se trata.
Las tres y treinta y uno
Cualquier hora, el día que sea, es buena para que en tres o cinco minutos fumemos un fuerte cigarrillo negro, mirando el frasco de vidrio donde van cayendo las cenizas. Sentir el sonido de las tres y treinta y uno que rodea lo nocturnal. Pero no cualquier momento, ni cualquier día, ni tiempo alguno es bueno o puede alcanzarnos para escribir un poema más o menos discreto, para vivir el gran amor que dictará el poema. Nos queda recordar la pasión que ya nadie recuerda.
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