Lunes, 16 de abril de 2007 | Hoy
Por Sonia Catela
Se me incubó ese ramalazo de venganza, y brotó. Desde ese lunes, (porque me lo plantó el día en que se alumbran visiones de trabajos, penurias y revancha), no pude calentarme un poquito ni beber orgasmos. Carlito se sorprendió ese comienzo de semana: "estás dura como una suela", y me toqué de suela. "Debo desquitarme de los que me jodieron". "A quién no lo jodieron", replicó Carlito antes de largar el primer ronquido. Le saqué la mano de la cavidad de mis jugos porque al contacto conmigo, sus dedos se le venían endureciendo como corteza y con la mano vuelta cuero no iba a poder tocar su guitarra. Con el ramaje creciéndome dentro, no supe si era martes, o miércoles si masticaba pan o mondongo. Mi venganza pastaba en mí. Salí a ejecutarla.
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Repasé todas las recetas recibidas de mi madre: se referían a hornallas. Inútiles también las que recordé en los libros leídos, o las enseñanzas que me impartieron durante la carrera. Resolver un logaritmo o saberme de pe a pa el himno y garantías de la constitución, no me instruían sobre cómo sacarle el ojo y el diente al malparido. Doctor era, o sea abogado.
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- Te has puesto toda verde.
- Qué raro. Los incendios son rojos. O amarillos.
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- No hay cordero que se eche sobre el puma-, me recordó Carlito.
Acepté; pero que desde siempre me hubiera alimentado con granos o berreado, no me iba a detener.
Con rapidez constaté que no poseo garras, y que desconozco el funcionamiento de las armas estruendosas que usa gente como el abogado, sean revólveres, autos, custodios de condominio o intimaciones de ley.
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Caminé hasta su oficina. Me echó encima su hedor a animal encerrado en jaula de zoológico. Mi venganza pugnaba por escaparse desde detrás de mis dientes; mi venganza, suelta, sería pisoteada por el abogado. Apreté los dientes para que se sosegara. El abogado tecleó con la boca y tasó la suma de sus honorarios por la consulta en marcha. Saqué los billetes de a uno; rechinaba su ojo con el que iba desgarrando y devoraba partes de mi carne. ...
Muslos, vientre, pecho, glúteos.
"Estás muy colorada. ¿Prendo el aire?"
Negué con los labios apretados. Cuando la venganza se aquietó, pude hablar de mí para conocerlo a él.
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Le permito a mi rugiente desquite que de tanto en tanto salga del encierro en que lo mantengo. Si no, me destruye. Suelto, se cobra piezas de víctimas inocentes, Carlito. Mi madre. "Sos un cacto. Andás llena de púas" me desviste Carlito y me vuelve a vestir.
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"¿Por qué te la agarrás con el abogado? Él no tuvo nada que ver, no es el culpable", se intriga Carlito. "El leguleyo sabe de cabo a rabo lo que el agente Senn le hizo a mi hermanita. Lo defiende conociendo su ruindad y lo defenderá hasta lograr que lo absuelvan. Se convierte en un cómplice tan principal y directo del hecho, que es como si se hubiera tirado sobre mi hermana".
Vos sabrás, concede Carlito. Y se seca una de las pinchaduras.
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Me sobrevuela, alto como un carancho, espiándome. ¿Qué va tomar el abogado de mí?
Ojo por diente y diente por ojo.
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"La cosa es que mi madre nunca dividió bienes según la sucesión. Quiero mi parte". Le tiro su hueso al depredador. El abogado se refocila, pan comido un pleito de ésos. "Ganar es lo único que importa", se relame. No asocia en absoluto mi apellido con el de la víctima del cabo Senn, mi hermanita. Al fin, todos los borregos (nosotros) amasan sus nombres con Gorosito, Núñez, Ríos o materia parecida.
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Bolsillo y bragueta. Eso pone en funcionamiento sus motores; carga sólo motores este animal de zoológico Armani. Mi vientre se llena de rugidos. Han bajado a su lugar. Me abro de piernas.
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Se me eriza de dientes la vagina, la vagina despedaza la carne erecta del abogado. Mi boca. "¿Qué hacés, demente? Vas a pudrirte en la cárcel...". Pero cuando oye mi respuesta no me denuncia. Mi respuesta es el nombre de mi hermana. Entiende rápido que el escándalo rasgaría su bolsillo, único motor que le queda.
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Escupo islas sanguinolentas que me ha plantado en la boca; su sangre en mi boca. Flotan en las baldosas, en la pileta. Derivan por el desagüe. Temo tragar alguna, que navegue, un invasor.
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Pero el cabo Senn se conseguirá rapidito otro abogado, aduce Carlito.
Nunca un cazador como el que acaba de perder. No hay macho que no demarque su territorio, y en éste, coto del abogado, quedan sólo pichones o eunucos o chambones. "Él va a mandar a alguien a que te quiebre las piernas", me abraza Carlito. "¿Las piernas?". "Crack. Como huesos de pollo". "¿Serás vos?". "Al contrario". "¿Entonces?". "Nos instalamos en el Salado, en lo de mis parientes santiagueños, al borde de la laguna. Campo, montes, huellas abiertas en la maraña, pero no caminos. Donde se pierden los que necesitan perderse por un tiempo". "El desierto". "Con hermosos flamencos rosados".
Le arrimo el hocico. Él baja, se zambulle en mi rosa chorreante, lame, se mete en ella. Reaparece como una foca sobre mis senos y, antes de volver a desaparecer carnes abajo, me pone algo en la mano: confites.
Camino; el viento va deshojándome puñados de espinas secas. [email protected]
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