Lunes, 23 de abril de 2007 | Hoy
Por Sonia Catela
La violenta expulsión de una realidad a otra, la difícil situación en que me encuentro y que comenzó al no poder acreditar domicilio cierto, el lugar donde me confinan. Deambulaba a la medianoche por las inmediaciones de la estación Rosario Norte buscando donde guarecerme cuando el policía se cruzó y sospechó de mi vagabundeo. "Documentos, señorita. Conque no los trae. ¿Edad? 16; la conduciremos en el patrullero a su casa. ¿No tiene vivienda fija en la ciudad? Suba al vehículo". En la entrada del Buen Pastor la celadora me recibió con un "a bañarse", y constató a pupila fija que fregara mis carnes y ropas bajo el agua destemplada. No permitió que me desvistiera. Luego me tuve que calzar encima de todo el delantal rayado, un uniforme de presa. Y a tiritar y seguirla.
- "Soy desobediente, no una criminal", protesto.
- "¿Cuál es la diferencia?" puntea la guardiana.
Como el propósito de esta gente es regenerarme, me ponen a Dios de convidado, tutor y niñera.
Se comen, duermen, fabrican, lavan y charlan rezos.
Consulto a otra descarriada sobre antecedentes de fugas. "Ya vas a aprender", rezonga. Saliva un espumarajo continuo y para atajarlo usa un babero mugriento de toalla. En el taller me ponen a cortar camisas de buen género. Las monjas vigilan; mientras empuñamos tijeras y aplicamos moldes, oramos. Terminada la polenta del almuerzo, aplicaremos una virtud teologal. Hay rejas en las ventanas. ¿Cómo escapar de aquí?
* (Fe)
En ronda, las internas desfilan de a una para su acto de profesión de convicciones. Ésta toma de la salamandra un par de brasas y las aprieta cerrando la mano, la otra charla con una virgen invisible, una tuerta se ofrece a volar porque se lo encarga San Antonio, aquella enciende velas por las almas en tránsito. A mis espaldas, alguien exhibe una tabla con burda impresión de dedos quemados: su tío, pecador del Purgatorio, estampó su mano sobre la bandeja del orinal, como advertencia, anoche. Quien preside, Sor Inés se dirige, a esta servidora: "¿Y tu fe, hija?"
"Madame, yo creo absolutamente todo lo que acabo de ver".
Sor Inés y sus pupilas despiertas: "interesante", subraya.
¿He dicho demasiado?
* (Lealtad)
Cuando a la madrugada sorprendo al hato de internas ante el ventanuco, me les aproximo sigilosamente. Se regodean con el macho que en la vereda, abre su abrigo y manipula sus genitales ante la impresionada audiencia. Me pliego a la observación de los pavoneos del semental; de repente, éste corre hacia el ferrocarril, y yo me hallo sola; a mi espalda, la salva de disparos de la celadora: "A la ducha, Celia". Me pone en remojo durante una hora de escalofríos. Y mañana me someterá a sesión con Sor Inés.
Las presas me han delatado.
* (Piedad)
El exhibicionista nocturno que ventila sus atributos es el portero que atiende el timbre y barre la vereda del Buen Pastor. Un oligofrénico. ¿Por qué los mogólicos integran con tanta frecuencia las huestes laborales de las instituciones religiosas?
* (Humildad)
Sor Inés posee pupilas titilantes y huesos. No me sermonea. Me llama por mi nombre, Liliana, y desecha el que me achacó la celadora.
¿Sabés leer? pregunta. Asiento. Inquiere por mis autores predilectos. "Mi viejo poseía tres baúles con una única voz: Nietzche. Cuando murió, en la casa necesitaron los cofres para poner la ropa de invierno, y a la basura lo que nos ilustraba a él y a mí".
Se levanta y extrae de su maravillosa biblioteca la "Genealogía de la moral", la coloca sobre el escritorio y la empuja hacia mí. Que me sirva. "Siempre quise tener una hermana menor", asegura. ¿Me convierte en confidente?
Golpes a la puerta, la monja de servicio entra con pocillos, tetera, galletas y una rosa. Contrastan las manos de la rectora, albas y de uñas cuidadas, y las de la hermana que sirve la comida, percudidas por restos rebeldes del lubricante de las máquinas de coser. Entre ambas circula un silencio plúmbico.
Cuando la camarera se retira, Sor Inés sibila: "Si el progreso intelectual fuera mandamiento divino, la hermana Betty se encontraría en estado perpetuo de pecado mortal". Y agrega lo que sabe que quiero oír: "yo jamás destruiría un libro".
¿Podré salvarme de la astucia de esta mujer? ¿Cómo?
* (Misericordia)
En este claustro, una profesa atraviesa doliente senectud; que vele por ella es la encomienda de Sor Inés.
Me recluyen a dieta de mierda y Santo Tomás de Aquino. Le leo "Confesiones" a una especie de residuo de carne que se limita a cagarse encima y sufrir. Predecesora de la actual abadesa, se aloja en una celda monástica carente de ventana al exterior. Apenas un lavabo que uso permanentemente para higienizar a madre Rebeca, cada vez que sus esfínteres lo imponen. Y a hacerlo con prisa, porque suele antojársele ingerir sus defecaciones y espetarme: "Todos comemos excrementos; vos ya los probaste. ¿O vas a decir que no?". Rasca su conciencia y me arroja virutas que clavan pensamientos. Una mañana se ase toda a mí y vierte en mi oído una frase testamentaria, fuera de libreto: "¿tengo que creer?"
Me quedo muda. Insiste e insiste hasta que sorpresivamente le doy un "sí". "Embustera, farsante, mentirosa", me enrostra con ira. Ya no me dirige más la palabra. Tampoco vuelve a cagarse.
* (Resignación)
Me devuelven a la sala de las internas. A medida que Sor Inés me hace llegar obsequios inexplicables, me convierto en persona no grata para las mujeres circundantes. Caen bombones, revistas, un rosario bendecido por el obispo, muslos de pollo. Le escribo súplicas de que no se moleste, pero la priora no las atiende ni contesta. Tres días después, las presas me dedican una paliza colectiva, antes del desayuno, las que se repiten a diario con puntualidad de reloj. En una ida al retrete me distraigo y me dejan encerrada adentro toda la noche.
Los maltratos delatan, a través de cortes y moretones visibles, lo que mi boca esconde. Y se transportan a oídos de quien los ha provocado. Sor Inés.
* (Generosidad)
Hace que revisen mis cicatrices y golpes. Me habla maternalmente: no puedo convivir con esa brutalidad.
Consigue que mi madre la designe tutora legal, hasta mi mayoría de edad. En tanto, a lo largo de ese tiempo, en este claustro recibiré su protección y su guía. Podré ejercitarme en las distintas virtudes que repudio. ¿Sabe esto?
* (Obediencia)
Por los pasillos abruma el rumor de que la nueva, la advenediza sor Rafaela se halla aquí para suplantar a la abadesa. Cada revoloteo de esa competidora que ha enviado la congregación para asistirla le enrostra a la vieja Sor Inés un "morirás".
Le cuelgan cartel de plazo fijo a su vida.
* Cuando se descubre el diario íntimo de una de las internas describiendo pecaminosas situaciones a las que la somete la religiosa recién llegada, de nada le valen a ésta sus alegatos de inocencia.
Una avalancha de testimonios en su contra determina el discreto traslado de sor Rafaela a cierto paraje remoto de Ecuador.
"Hay que obedecer la voluntad de Dios" predica Sor Inés al estrechar la mano de la interna ultrajada cuando le concede libertad de locomoción externa. "Debes seguir siendo modelo de verdad, hija mía". Y le pone en la mano una medallita celestial y doscientos terrenales pesos.
* (Verdad)
Muere su antecesora, madre Rebeca, tras veinte años de encierro (meditativo). Sor Inés clausura su celda. Controla a los albañiles que tapian la puerta. Mete la llave en un manojo que lleva atado a su cintura. Pero sabe que terminará ocupando ese lugar. La incógnita es cuándo.
* (Paciencia)
Mientras, ambas esperamos. Sor Inés, consumar en ese calabozo su destino inmediato; sólo falta que la superioridad se expida sobre la voluntad de Dios, manifiesta con el signo de la muerte de Rebeca.
Yo aguardo la edad para salir definitivamente de esta universidad de aprendizajes, donde se ejercen las virtudes, según fije el calendario. Hasta he aprendido a leer a San Agustín con gusto. Me pone cierta sonrisita en la que Sor Inés no termina de confiar.
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