CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
-Después de lo que escribieron Faulkner o Juan Carlos Onetti hay cosas que no pueden escribirse más -le explicaba don Nicanor Pérez a Fernando Quaglia-. Es decir, se pueden escribir pero sonarán a una innecesaria repetición.
-Usted es un vejestorio que exagera -le recriminó Fernando en un exceso de confianza-. Después de Borges y Cortázar, de Proust y Joyce, de Kafka y Hemingway o de los que me nombró antes, ¿ha leído algo nuevo como para opinar de esa manera? -agregó.
Don Nicanor, antes de contestar, detuvo el movimiento de su mano que llevaba el fósforo para encender el cigarro.
- ¿Y usted cree que hay algo nuevo que valga la pena? -preguntó.
- Piense en Piglia, en Andrés Rivera.
- No son nuevos para nada -lo interrumpió don Nicanor-, tal vez por eso me parecen excelentes, necesarios para nuestra literatura. Pero limitemos esta conversación...
- Su monólogo, diría mejor -murmuró Fernando.
- Limitemos esta conversación, decía -repitió don Nicanor inmutable- a Faulkner y a Onetti. He estado releyendo algunas de sus obras y he tomado un tema, dictado al azar de la lectura o a lo que llamo azar en estos monólogos que me parece que ya lo tienen harto. El viento, protagonista en varias líneas o presente en muchas interlíneas. El viento como esa presencia imposible de no tener en cuenta. Pero ¡de qué manera la tenían en cuenta Onetti y Faulkner! No se trataba de un hecho que podía completar el paisaje de una escena. El viento, la lluvia, las estaciones, tanto el otoño, pero acaso éste con preferencia, como el verano, el invierno como la primavera, eran como una parte esencial de la trama. Exageremos: después de la presencia de algunos de los grandes autores del siglo veinte hay que decir es suficiente y se debe empezar de nuevo, con contadas excepciones, curiosos supervivientes de otra época.
-Todo tiempo pasado fue mejor -ironizó Fernando.
-Eso no implica que no disfrute -siguió don Nicanor sin escucharlo- de las que deben ser (pero en el fondo no me interesa que lo sean) exquisitas originalidades que poco o nada tienen de original. Me refiero a la sensación de modificación que producen los breves ensayos de Ilán Stavans en donde como epígrafe a una lectura de sus textos deberían ser estas sus palabras: "Soy, pues, de la opinión que el plagio es un deleite". Y en sus ensayos, que le recomiendo calurosamente, querido Fernando, lo prueba sobradamente ya que demuestra, si es que en la literatura demostrar significa algo, un mérito pongamos por caso, que a partir de ciertas obras solamente parece quedarnos el plagio para trabajar un texto que tenga cierto valor. En rigor esto no es una originalidad, lo cual me importa un bledo, un rábano, un pepino, sabiendo como creemos saber que tal originalidad no existe o que el único que puede reclamarla es Dios y éste no siempre sabe (como lo afirma Stavans) utilizarla. ¿Piensa usted que exagero, Fernando? Puede ser. Podría ser hasta un plagio de mis propias exageraciones.
Fernando estaba callado. Intentaba anotar lo que don Nicanor le decía, tal como él le había pedido después de encontrarse (¿por casualidad?) casi en la puerta de su casa, pero no estaba totalmente de acuerdo. Nicanor le pescó al vuelo el pensamiento.
- En realidad es cierto que no puedo mencionar para nada las nuevas formas de la creación. Si conozco alguna solamente la conozco de paso, con pocas excepciones, muy pocas, casi las que he tenido que leer por obligación profesional, cosa que en general, aunque el libro no sea malo, me arruina la digestión. Pero dejemos todo esto de lado, no puedo mentir tanto. De lo nuevo y de gente joven, verazmente joven, es decir como máximo unos treinta y cinco años, apenas he leído algunas cosas, comentarios, fragmentos. Sobre todo entre el año 2000 y el 2005, cinco años en la nada, che. Ni el cine, ni la pintura, ni la música, ni los libros, ni el teatro y ni tan siquiera la televisión. Lentamente he regresado y he buscado lecturas que me renueven, que exalten mi espíritu, como me ocurrió con Kafka, con Camus o con Proust, con Faulkner o con Borges, con Lezama Lima o Cortázar, con Hemingway, Beckett, Joyce o Yeats. La lista puedo seguirla, pero ¿para qué?
- Deténgase un minuto, hombre -rezongó Fernando-, aunque sea para respirar. Trato de seguirlo, pero a veces su discurso se vuelve algo confuso. Pobre mister Wingren, debe estar agotado de transcribir sus textos fragmentarios y sus desordenadas reflexiones. ¿Le dio vacaciones o renunció? ¿Por eso vino a buscarme?
- No sea tonto. Hoy no quiero hablar de mister Wingren. Necesito contarle el gran placer que me ha provocado la lectura de "La pluma y la máscara", de Ilán Stavans. Una lectura que enriquece, una obra que pertenece a la mejor tradición del ensayo hispanoamericano. De cualquier manera, no es el único libro viejo-nuevo que he leído.
- Creo que ha leído y lee más de lo que usted mismo piensa -apuntó Fernando-; al menos eso es lo que Gary me ha contado más de una vez.
- Puede ser, puede ser -admitió don Nicanor-, aunque ahora, lo que antes era difícil que me pasara, llego con retraso a todo o a casi todo. Tal vez deba ser así pero, preocupado por el tema, pensé que se trataba de un problema de vejez mental. Hace diez años un amigo médico, especialista en eso de ser neurólogo, me revisó y me dijo que tenía el cerebro de un hombre de sesenta años, que era mi edad por ese entonces. No me dio mayores explicaciones, por lo cual durante los diez años siguientes atribuí a ese cerebro de sesenta años todo aquello que no hacía bien o que no podía hacer. Por ejemplo, cambié mi alimentación acostumbrada (libros, cine, música y otras yerbas) por una cuidadosa dieta etílica. El resultado fue poco menos que un desastre, por lo cual ya con un cerebro de un hombre de sesenta y pico de años decidí consultar a una amiga médica, psicoanalista, psiquiatra y algo más, quien me aseguró que se trataba de algo fácil de resolver. El cerebro absorbe esas cosas que vos llamás iluminaciones dentro de la creación literaria, me explicó, hasta los sesenta y dos años, cuanto más. En realidad, continuó, ocurre hasta los treinta y tres y después todo es mera repetición. Como le solicité el apoyo de algunas terapias poco ortodoxas, mi amiga dijo chau y desapareció del mapa como Fu Manchú.
En ese momento, don Nicanor se dio cuenta de que Fernando estaba bostezando y parecía aburrido, al borde de ese precipicio no siempre logrado del sueño profundo. Decidió callarse, con algo de tristeza.
-Debo dejarlo -le dijo-. Quiero ir a comprarles a mis nietos unos palmerones grandes, grandotes, que se hacen en la Jockey Club, allá por calle Sarmiento.
-Estoy cansado, no aburrido -le aclaró Fernando-. Mi hija tiene anginas y no he dormido bien esta semana. Y usted está muy viejo. No pierda el tiempo buscando esa confitería, no existe más. Y no sé si hay algún sitio en la ciudad donde se hagan esos palmerones.
-No estoy muy viejo, acaso si esté confundido, con demasiada azúcar en la sangre. Sí me siento muy solo. Espiritualmente solo, como decía aquel personaje de "El cuarteto de Alejandría". Balthazar habla de Pursewarden y pregunta: "¿Dónde puede refugiarse un hombre que piensa de verdad en este mundo presuntamente real, si no se defiende de la estupidez mediante el ejercicio constante del equívoco?". Antes, el mismo personaje se había encargado de explicar: "Creo que su sentido del humor lo había separado del mundo, encerrándolo en un universo personal o que más bien había descubierto la inutilidad de tener opiniones y en consecuencia se había acostumbrado a decir lo contrario de lo que pensaba, en broma".
Fernando iba a contestarle algo pero se quedó en silencio, pensativo.
-En nuestra ciudad -agregó don Nicanor- hay un ateneo de lo más concurrido, el de los Analfabetos Eruditos. Y lo grave es que no se trata de una contradicción: son más o menos eruditos, pero sobre todo son indiscutiblemente analfabetos. Y no de los viejos analfabetos que elogiaba en páginas memorables Pedro Salinas. Son ellos los que han logrado, junto con la prohibición de los cigarrillos, la censura para todos los que fabriquen palmerones
Mientras ambos sonreían, don Nicanor se despidió inclinando levemente la cabeza.
-Me gustaría citarle las cuatro líneas del poema en inglés que sirve de epígrafe al libro de Stavans -anunció-. Usted puede traducirlas, si quiere.
"In Heaven thereÇll be no algebra,
No learning dates or names,
But only playing golden harps
And reading Henry James"
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