CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
El primer asesinato me resultó un tanto rápido. Me hubiese gustado que las cosas transcurrieran un poco más lentas. Todo comenzó a las tres de la tarde, una siesta que no era ni chicha ni limonada. Ella, que ignoraba mi propósito, me dijo que posiblemente lloviese y pudiéramos pasar un largo rato en la cama. Yo no tenía inconveniente alguno, pero si llovía las cosas deberían adelantarse un poco. Qué digo. Tendrían que adelantarse bastante, ya que la lluvia no resultaba propicia para mi espíritu. Primera lección de mi maestro: con lluvia no debe matarse, sólo que uno sea impulsado por una pasión violenta que le impida detenerse. Segunda lección del maestro: se debe matar con serenidad, con extrema serenidad, como si se saboreara una copa del mejor whisky. Mis crímenes debían ser asesinatos muy diferentes, nada que pudiesen investigar los detectives de ficción como Poirot o Holmes, como Philo Vance o Nero Wolfe, como Donald Lam o Perry Mason; tampoco Philip Marlowe debía ser capaz de hacer algo, ni Sam Spade, pero por cierto tanto Marlowe como Spade tendrían algo así como una levísima sospecha, una intuición, una corazonada en sus corazones menos duros de lo que se cree. Yo sé bien que no soy un tipo del todo normal, aunque de acuerdo a las más aceptables pautas de normalidad social puedo serlo, pero hay dos o tres cosas que nunca diría (y que nadie podría llegar a saber) que me han marcado para siempre y me llevaron a que, a partir de cierto momento (que dicho sea de paso, lo pensé con bastante anticipación), necesitara ser un asesino. Sin embargo, en aquella siesta en la que probablemente lloviese, todavía no lo era. Debía cometer el primer asesinato, el que se relata en estas líneas.
Tengo cincuenta y ocho años, buena posición económica, vivo con una mujer que me adora, mis hijos me adoran, también mis nietos. En el mundo de mi profesión (la que ejerzo públicamente, no la de asesino, que pertenece a mi mundo privado) se me consulta con frecuencia. Utilizo para resolver esos problemas que me plantean las mismas deducciones que para planear y ejecutar mis crímenes, que vengo cometiendo desde hace ocho años. Ya me había prometido, antes de cumplir los treinta, que si no podía conseguir un cargo de relevancia en el ámbito de la política, entonces me dedicaría al asesinato. Pero nada aleccionador. No quería demostrar que la corrupción y el estado social permitían esos crímenes o que ni siquiera podían considerarse crímenes si antes alguien no condenaba y terminaba con las guerras. No sólo jamás ocurrió nada de eso sino que la violencia se fue tornando cada vez más feroz, impiadosa, sin sentido alguno. Se trataba de una violencia por la violencia misma. Entonces mis crímenes debían ser, digamos, anodinos, para nada interesantes. En todo caso se los debería ver como asesinatos cometidos por razones pasionales pero poco apasionadas, grises, casi deberían pensar que asesinaba por aburrimiento.
Por lo menos ocurrió así con mis cuatro primeros crímenes: el que cometí a los cincuenta años, que fue el primero, y los que fui agregando después, a los cincuenta y dos, a los cincuenta y tres y a los cincuenta y cuatro. En el quinto hubo un error. Tercera lección del maestro: no puede existir ningún error; será el único y el último. El fin de la aventura. Pero me equivoqué. Y después pretendí seguir sin hacer caso a mi maestro. En mis cuatro crímenes iniciales nadie supo (o quizá nadie quiso hilar tan fino) por qué se habían cometido. El primero beneficiaba, muy indirectamente, a una viuda joven, bastante rica, disparatadamente alocada y muy bella. Vivía en Estocolmo. El segundo daba por resultado la fortuna de un armenio que se había salvado del exterminio y vivía en Málaga. En el tercero hubo varios beneficiarios, creo que dos mujeres y tres hombres. No se conocían entre ellos: vivían en Chicago, en Hong Kong, en Praga y los otros dos en Jamaica. Esta enumeración me permite volver a hablar de los errores que desaconseja mi maestro; el que llamo el quinto asesinato fue en realidad el segundo de mis errores.
Durante el año en el que cumplí cincuenta y uno estuve enfermo por varios meses. No pude matar a nadie. Incluso me internaron. ¿Cómo asesinar al enfermero o a la enfermera que cada seis horas venían a ponerme inyecciones o a cambiar el suero, que era en rigor el que sufría los pinchazos? Además, siempre estaba acompañado. Había apuntado algunas posibilidades, dignas de la atención de Edmund Wilson. Si el asesino no era el enfermo, inmóvil en cama, entonces ¿quién había matado al enfermero o a la enfermera en un cuarto cerrado, sin ninguna otra entrada? ¿A quién le importa?, diría Edmund Wilson. Pero no encontré la forma y el enfermero o la enfermera se salvaron.
Ahora debo hacer una aclaración acaso un poco tardía. Por el tiempo en que cometí los crímenes en el país había asesinatos a cada momento, primero realizados por un grupo llamado las Tres A y luego disimulados tras la abominable institución de los desaparecidos. Yo aproveché la ocasión y pude matar impunemente. Y no sólo por eso: muchos de los que asesinaban a mansalva concurrían a consultarme sobre cuentas y negocios en el extranjero.
Pero hablé de un primer error y debo comentarlo. Conocía a la víctima, me habían visto con ella, se suponía que era la secretaria de uno de aquellos seres monstruosos que me consultaban. Dos lecciones más del maestro: los seres monstruosos suelen tener más de una secretaria y los asesinos también se pueden enamorar, sentir pasión por ese cuerpo que no es muy diferente de los cuerpos que se asesinan. Y fue así: me enamoré y ella también se enamoró. ¿La maté lo mismo? No, no pude. Arreglé las cosas como mejor me salieron y la mandé a Europa con un pretexto que en aquellos tiempos no tan lejanos era bastante creíble. Le abrí una cuenta bancaria en París; nos despedimos una noche de la que podría contar cada detalle con alguna emoción. Yo no la maté. Pero la mataron y en una carta anónima me lo hicieron saber.
Durante un tiempo no maté a nadie, pero se terminaba el año y me llegó, como ocurría siempre, la lista que después de leer debía quemar, la lista de las personas que tenía que asesinar. Una de ellas era un tal Nicanor Eustaquio Pérez. ¿Por qué me llamó tanto la atención el nombre, por qué sentí un temblor al leerlo? No lo sé. Sí sé, en cambio, que de todas las víctimas decidí dejarlo para el final. Quise conocerlo y lo logré. Era un viejo de barba que caminaba con dificultad y usaba un bastón con cabeza de perro. Caminaba con tanta dificultad y parecía tan frágil que supuse que bastaba un leve empujón para que un ómnibus o un camión lo dejaran hecho papilla en el pavimento. Pero hasta ahora no lo hice. Lo que más me molestaba al aproximarme a él era el olor a un perfume que yo conocía bien pero cuyo nombre no podía identificar. Eso me obsesionó hasta que me di cuenta de que se trataba del mismo perfume que usaba yo. Era como matarme a mí mismo. No conseguí sacarme esa idea de la cabeza. Y para mi sorpresa, el viejo comenzó a cruzarse en mi camino de las maneras más inesperadas."
Hola Gary. Otra vez Nicanor Pérez aparece en mi vida. Unos días más tarde del poco casual encuentro en la esquina de mi casa, tu amigo me espera sentado en los escalones de la puerta. Tiene los pelos revueltos, los cordones de los zapatos sin atar y no le vendría mal una afeitada. Antes de saludarme a los gritos, como es su costumbre, me extiende un rollo de papeles envejecidos. Imagino que no va a explicarme nada, por lo que ni siquiera intento un mínimo interrogatorio. En medio de efusivas recomendaciones de libros y películas y miradas de exagerado asombro ante mi ignorancia de algunos discos de jazz, afirma que dos detalles del documento que me confía lo exasperan: primero, que alguien haya revelado su nombre completo; segundo, que ese mismo alguien (en ese momento no menciona que se trata de un supuesto asesino) sugiera que él usa perfume, cuando es notorio que para cualquiera que tenga una pizca de olfato lo que él usa en cantidades copiosas es colonia. Le comento que no comprendo bien de qué me está hablando y Nicanor vacila unos segundos, me señala los papeles que sostengo en mi mano izquierda, de improviso me aclara que contienen una especie de confesión, que datan de varios años atrás y que alguien se los entregó bastante tiempo después y sin agregar más se para, me da unas palmadas en el hombro, pega media vuelta y se va. Vos sabrás qué hacer con este relato. Como seguramente sospecharás (y sé que estarás sonriendo, divertido, disfrutando de mis inútiles esfuerzos para lograr que todas las piezas encajen), yo tengo tantas dudas y creo descubrir tantos huecos y desajustes en la cronología que voy a aceptar en silencio mi inesperado rol de ayudante (¿dónde estás, mister Wingren?) y me limito a pasarte lo que Nicanor me dejó sin más comentarios. Un abrazo, ya nos veremos. Fernando.
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