CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Por esa época, Mateucci intentó convencer al viejo de que se comprara un terreno en el cielo, contiguo al que había adquirido su propio tío; había que precaverse para que, cuando llegara al país eterno entre crisantemos y coronas, no lo domiciliaran en un barrio alejado y poblado de extraños. "¿Con quién va a jugar al chinchón en el café, don Rivas? ¿O corear los goles de Atlético, eh?". El corredor se alisaba las rayas del pantalón luego de quitarse la servilleta y expulsar las miguitas de bizcocho al aire. Lo habían convidado a tomar mates con galletas. "¿Así que su tío ya tiene uno?", se preocupó el viejo sobándose la pera. "Fue de los primeros en asegurarse un lote; vuelan como pan caliente".
Se despidieron con un cordial apretón de manos.
De las averiguaciones en la cuadra saltó que doña Marcela Rojas ya contaba con tres recibos sellados y encarpetados entre dos tapas de hule, y que la cuota, tal como le había anticipado Mateucci, se elevaba a diez pesos mensuales, pagaderos hasta el día en que el propietario traspusiera el cementerio para hacerse de la posesión de la tierra en el más allá.
"Le contesto la próxima semana; déjeme estudiar con tranquilidad las cláusulas", le dijo el viejo a Mateucci en la segunda visita que le efectuó el vendedor; Mateucci no se molestó por la dilación; alzó sus papeles declarando con simpatía: "que el cliente se tome el tiempo que necesita, es nuestra política". Su pelo engominado brilló al besar la mejilla de la señora en una casa donde se sentía bienvenido. "Hasta la próxima", sonrió, y taconeó en la vereda.
En las siguientes entrevistas, tanteo viene, tanteo va, el viejo fue redondeando las ventajas del asunto.
"¿Y al título lo registra un escribano?" le inquiere al corredor de bienes raíces que se halla sentado ante la mesita del living sorbiendo un cafecito (hoy se halla apurado por la cantidad de interesados), "claro, don Rivas; Alisio Montefiur, el que atiende en el estudio de Albrecht el primer martes de cada mes", "¿y a cuánto ascienden sus honorarios?", "al tres por ciento del precio mínimo del lote, pero recién cuando el mismo se escriture, don Rivas". Mateucci andaba de sombrero y portafolios y paraba, como tantos comisionistas, en el Hotel Italia; trabajaba por cuenta de una rimbombante empresa santafesina, la "Inlimitada del Litoral" y hablaba de que abrirían una sucursal en el pueblo dado el movimiento que registraba el ramo. "La mejor inversión es la inmobiliaria, don Rivas" solía sentenciar.
El viejo retardó sus cálculos hasta tomar la decisión; acordaron el primer pago y el intermediario extendió el recibo de ley. Mientras, saciaba la curiosidad del flamante adquirente: la propiedad se hallaba en un loteo de setenta terrenos de veinte por cincuenta, en el centro del propio poblado, en medio de la llanura sobrenatural bendecida por dios.
Los futuros propietarios se reunían una vez por semana e intercambiaban informaciones de enfermedades y datos sociales. Pero al viejo, burócrata como buen ferroviario, lo desveló una noche el asunto de los impuestos. No se podía llegar al paraíso y ser citado por moroso debido a tasas municipales impagas. Mateucci lo tranquilizó cuando pasó para cobrar la cuota correspondiente; que los impuestos se amortizaban normalmente en la municipalidad local en tanto viviera aquí; del "otro lado" sólo comenzaban a correr cuando se mudara. Pero que siempre habría amnistías, para eso era tierra celeste y allí mandaba quien mandaba.
Al morir la octogenaria viuda Chavsky (que pertenecía a la fe israelita, pero, sola como vivía en el pueblo y acostumbrada como estaba a los vecinos, se dejó convencer por éstos de que no podía haber paraísos separados, con garantías de que podría practicar su fe allá como aquí, por lo que se había enganchado al plan), le practicaron un oficio a su memoria sin cruces y le rezaron mensajes de bienvenida como mejor pudieron.
Ya no quedaba rabino alguno en ese punto de la provincia, y el cura casi no contaba: sufría de achaques y deterioros propios de una edad prolongada, y contestaba a todo lo que le consultaban con un "es la voluntad divina, hijo", correspondiera o no a lo inquirido.
Don Rivas acumuló preguntas sobre el lote, la fe, doña Chavsky, y las escribió para que el sacerdote se las respondiera. Al lado de cada requerimiento el hombre de sotana garabateó la frase consabida. Todo en orden, entonces. Los condóminos siguieron abonando tanto sus cuotas de los terrenos como los de la parcela donde descansarían sus huesos en el cementerio local.
Por noviembre, Mateucci suspendió definitivamente sus visitas al pueblo. Coincidió con la muerte del cura viejo y la espera de su reemplazante, un seminarista de Entre Ríos. La preocupada comitiva de titulares del loteo pidió entrevista al flamante representante de la fe: "en vista de la irresponsable deserción de Mateucci ¿cómo saldarían lo adeudado por las fracciones a fin de no perder los anticipos?"
El seminarista consideró justo el trato que le propusieron: entregar tal dinero, en forma de óbolos, los segundos domingos del mes. De esa manera, irían al paraíso directos a ocupar el trozo de terreno adquirido y podrían jugar al truco juntos y corear los goles de ¿cómo se llama el club? ah, Atlético, claro. Y los bendecía, sonriendo beatíficamente.
* Según testimonios orales recogidos por la autora de esta contratapa, en las primeras décadas del siglo XX, hubo efectivas ventas de loteos en el paraíso, en localidades del sur de Córdoba.
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