Jueves, 17 de noviembre de 2005 | Hoy
Por Jorge Isaías *
De aquellos chicos hoy no se acuerda nadie. Hoy mismo yo tal vez soy el más empecinado y se me hace difícil encontrarme siquiera algunos, porque casi nadie vive en el pueblo, incluso hay un par de ellos que han abandonado esta vida de miserias.
Nos hemos dispersado por el mundo como esos vilanos de los cardos, aquellas semillas voladoras que nosotros llamábamos "panaderos" y nunca supe por qué. Nosotros los perseguíamos sin alcanzarlos nunca.
Algunos, no todos, se han ido hace mucho sin dejar ninguna pista. Otros están regresando con ganas de quedarse a pasar sus últimos días mirando los crepúsculos, fumando contra las tardes entintadas de rojos y violetas.
La cortada que empezaba en la placita Sarmiento, frente al mítico boliche del Turco Alé y recorría la casa de los Ortega, del cieguito Camiscia y más allá del mudo Alesi o más lejos la casa de los Molina y al final la quinta de don José Altamirano y por último, antes del campo, la casona de don Valentín Spizzo, tenía algo que hoy quiero recordar.
El cieguito Camiscia salía al atardecer con su bandoneón a la vereda y desgranaba sus tangos melancólicos. Lo saludábamos con un respeto que no excluía la lástima, aunque no nos trasmitía esa nostalgia que tal vez los grandes experimentaban al fraseo de sus tangos que a nosotros en ese tiempo alto poco nos decían.
Para los chicos que por allí pasábamos era una postal de los atardeceres de verano. Cuando era entrada la noche, doña Amelia, su mujer, lo llamaba a cenar.
Lo hacían solos, bajo esa lúgubre luz de una bombita y uno podía verlos por la ventana o la puerta que dejaban abierta.
No tenían hijos y cuando ya hacía un tiempo que yo no estaba en el pueblo me enteré de su muerte. Lo encontraron colgado de una soga que había atado a una viga del techo de la cocina. La policía nunca pudo saber cómo se suicida un ciego.
En algunas ocasiones lo subían al escenario del Club para que tocara algunos tangos y si la memoria no me traiciona, cierta vez integró una orquesta que recorría los pueblos vecinos. Esa debe haber sido la única vez que fue feliz en su vida.
Pared de por medio a la casa del cieguito y doña Amelia vivían los cuatro hermanos Corvalán: Pedro, Félix, Domingo y uno cuyo nombre nunca supe pero que respondía al apodo de El Ñato, tenía toda la traza de un matón, y lo era. Afecto a todos los vicios: naipes, carreras, cuchillo rápido, que matizaba con su esporádica actividad de proxeneta. Por ese tiempo ya estaba grande, pero los mayores decían que en su juventud había sido de cuidarse. Para el tiempo que relato conservaba cierto empaque de compadre que a nosotros nos daba un poco de miedo. Hasta se decía, nunca supe si era verdad, que debía un par de muertes.
En esa casa nunca vi una mujer y vivían de los trabajos rurales, salvo Félix que tenía una pierna cortada, algunos decían que por un accidente, otros que tenía una herida de bala y que la pierna se le gangrenó y hubo que cortársela. Comentarios del pueblo, se sabe. Pero es lo que nosotros oíamos y repetíamos en los corrillos de la esquina.
Del mayor, Pedro, recuerdo poco porque pasaba largas temporadas en Rosario y un día no volvió más.
Nosotros éramos amigos de los dos menores, el aludido Félix, quien siempre estaba de buen humor y nos charlaba cuando pasábamos por allí y también lo recuerdo porque era un desesperado por las mujeres a quienes miraba con una lascivia poco contenida.
El más amigo nuestro era Domingo, a quien llamaban "El Pulga", porque andaba siempre muy sucio, al que mi padre nunca supe por qué había apodado "El Marungo".
Además del vino que tomaba en cada mostrador de todo boliche que se le cruzara a su paso tenía una afición absorbente: "las cuadreras", como se les llama en los pueblos a las carreras de caballos.
Todo el vino que se tomaba El Pulga salía de su trabajo como hombreador de bolsas de las cerealeras del pueblo.
Un domingo mi padre me llevó a las carreras de caballos.
Se realizaban en una calle solitaria cercana al cementerio y como quien dice camino al campo del Beto Felmaschio.
Las "cuadreras" eran de por sí una fiesta, con un colorido muy particular. Gente que venía de las colonias o de las estancias de la zona con sus "parejeros" como para despuntar el vicio o intentar salir de pobres, al menos por un tiempo.
También venían de los pueblos vecinos y aún algún criollo atrevido se venía con su pangaré, un "tapado" que había corrido en un hipódromo de Casilda o Rosario, pero él con sus mañas lo quería hacer pasar por un caballo para el sulky o cuanto más para que "los chicos pasearan, y la señora claro".
Para los pibes todo terminaba en la calle anterior, allí donde partían, allí estaban los puestos de los pastelitos y las golosinas, las escasas gaseosas de aquel tiempo o los helados si la época era propicia.
Lo demás era bullicio, atropello, cosa de los mayores. De todos modos era un mundo apasionante, tal vez porque era desconocido por nosotros o porque se nos daba más esporádicamente que otras diversiones.
En un momento determinado mi padre, que se había alejado con un par de amigos hasta un "despacho de bebidas" ad hoc que allí se había instalado, se me acerca y me dice que no me mueva mucho del lugar, que a él lo han designado juez de línea de la última carrera, que cuando termine nos volvemos a casa. Obedecí. Estaba cerca de las "partidas" que son los preparativos donde los jinetes tratan de semblantear al contrincante como para sacarle alguna ventaja cuando el juez baje la bandera de largada, y a veces son tan mañeros que debe repetirse mucho ese amague, que es otra parte del juego y del desgaste del adversario.
A todo esto yo le iba comentando a un compañero de primaria, a quien creo entrever como Jorgito Cavagna, las pocas cosas de una cuadrera que mi padre me contaba un rato antes, en la hora del almuerzo.
De pronto se escuchó:
¡Largaron ...! y una nube de sombreros atropelló el aire, un grupo de gente nerviosa saltaba hacia la meta donde los dos caballitos iban sacándose chispas bajo el látigo de sus conductores y de pronto un chicotazo fuerte, algo como un tiro seco al aire estalló en la calma otoñal y provinciana.
Yo no lo vi porque era muy chico y había mucha gente entre los caballos, los jinetes y yo. Pero luego se supo porque algo como una culebra se fue mezclando entre la gente, el murmullo y luego la certeza. Un caballo había atropellado a un hombre. Luego, ese hombre era Domingo Corvalán, a quien todos llamaban tiernamente "El Pulga" y mi viejo "El Marungo".
Cuando el relato se fue armando, mi padre lo cerró por la noche ya que él había sido un testigo privilegiado por su condición de juez: un caballo se salió un poco de madre, pero el Pulga andaba a los no muy firmes zigzagueos por la orilla y el caballo lo mató con un cabezazo. El ruido como de un tiro provenía del freno que había destrozado toda la parte izquierda de la cara y parte de la cabeza.
Yo me había vuelto solo, acongojado.
Todavía mi padre estaría en la comisaría declarando como testigo cuando mi madre cortó un gran ramo de retamas "empecinadamente amarillas", como lo hacía siempre que moría un compañero de trabajo de mi padre y lo velaban en el Sindicato.
Cuando llegué no había casi nadie, todavía andarían buscándole cajón, por lo pronto El Pulga estaba con su traje azul, gastado y que le quedaba chico, la cabeza vendada y con un gran manchón de sangre, con medias pero sin zapatos, acostado en una mesa grande, de pino lustrado.
Deposité tímidamente las flores al pie de la mesa y salí de allí poco menos que corriendo.
Nunca supe por qué mi madre armaba esos inmensos ramos con los tallos atados y me mandaba a esos velorios tristísimos, de hombre de nadie que no venían de ninguna parte o de todas, y me dejaban con esa congoja varios días.
Madre, nunca supiste vos que todo lo adivinabas cuánto me hacían sufrir esos ramos horribles que yo llevaba a los velorios.
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