CONTRATAPA
› Por Eugenio Previgliano
Burundarena: no Marisa sino Maitena Burundarena. "Maitena Burundarena, camino del malecón", decía el negro Fontana; y a mí es que se me viene una mezcla inesperada de varias cosas cuando la veo bajar los tres o cuatro peldaños que de modo simbólico la separan del paterío que hemos venido a escucharla, a saber.
Papá me dice indignada mi hija Emilia de dieciseis años nunca jamás en la vida de Dios exagera acá en ésta, la feria del libro, presentaron un libro tuyo, no seas zonzo, no quieras hacerme creer cosas que no son ciertas, y mientras esto dice yo algo pienso que de razón debe tener un poco porque la feria de entonces, de la vez que presentaron un libro mío hace algunos años, era en otra parte, tenía otra atmósfera y estaba mucho más de acuerdo con el carácter que uno encuentra en La Rioja que de la elegante cosa que inventó el físico Castiglione ya hace casi treinta años para la Capital y que en los años negros de la dictadura era una especie de relámpago en la oscuridad argentina brillando en la tenue mediocridad de un Buenos Aires muy poco porteño.
Burundarena no: Burundarena brilla en toda su extensión y alrededores, la pongas donde la pongas y yo, que he llegado tarde a su grata exposición, que he escuchado a la deliciosa Patricia Dibert escrutar públicamente su alma, hacer relación de los chistes de Maitena publicados en el diario de los Mitre La Nación, indagar en representación de ella al público y llevar la reunión con ánimo de jolgorio y admiración durante una larga pero placentera hora, la veo dar unos pasos firmes y decididos por esa escalerita de madera que saldan la altura a la que la han puesto en esta Feria del Libro y recuerdo al mismo tiempo que para llegar hasta aquí, a observar como Maitena baja esos escaloncitos desde la tarima, he ignorado a otras celebridades, he esquivado el habitual ósculo en la mejilla que me regala el intendente Lifschitz de modo no oficial sino privado cada vez que nos cruzamos en estos actos protocolares, he dado un saludo fatuo, ligero e imperceptible a la venerable Angélica Gorodischer, me he perdido de ver a nuestra bella vicegobernadora y hasta he hecho oídos naturalmente sordos a los requerimientos de mi mismísimo editor, el honorable y gótico Sergio Gioacchini, de tan entusiasmado que iba a escuchar a la Maitena esta.
Lo primero que me llama la atención entonces, apenas entrado que hube a la sala donde Maitena y la encantadora Patricia Dibert hablaban, es que de todas las personas que hay en la sala y serán unas seiscientas almas muy pocos somos los que no pertenecemos al género femenino.
Me ha pasado antes: he ido alguna vez con mi mujer si esto fuere posible a escuchar a Serrat, a Sabina, a Sergio Denis; sucesivas y diversas lealtades no me desaniman, pero sin embargo, confieso a quien quiera leerlo, que un poco desconcertado me puse porque viejas, jóvenes o indescifrables, todas las mujeres que ahí estaban y yo las he mirado (eran muchas) mientras duró la reunión con concentración y detenimiento tenían una sonrisa sorprendente que antes que de admiración a mi me resultaron mucho de complicidad.
Maitena habló de su obra: mientras Dibert no comentaba sus lecturas de lo de Maitena ni buscaba entre las espectadoras un perfil interesante donde no había indagado, contó cómo el libro creo que de Sudamericana que compendia toda la obra ya publicada de Burundarena presenta en un único volumen esa formidable transformación que convirtió a la autora, otrora dibujante, armadora u oficial de color de ignotas editoriales, en una muchacha joven, bella, famosa, millonaria y rubia.
Es cierto, algunos me querrán recordar a Claire Brétecher y sus frustreés, publicados en el Nouvelle Obs entre los fines del setenta y los primeros ochenta de Miterrand; algunos incluso pretenderán incluir a la Agrippine de Brétecher en el ambiente de los personajes de Maitena, pero la verdad es que yo el miércoles ppdo, mezclado entre el público rosarino de la feria local del libro, la escuché a Maitena comentar para la ciudad y el mundo cómo editoriales sajonas, americanas o quien sabe si en Munich, le dijeron que el sistema de syndicate no podría funcionar, mismo ni con un producto tan interesante, sin que hubiera personajes claramente identificables, una estructura narrativa convencional y esa adaptación curiosa que hacen los americanos de toda cosa que resulte adecuadamente contestataria al american way reduciendo lo que hubo de revolución a una anécdota graciosa, heterodina y casi insípida revuelta en la marejada del arte pop, del reality show, de las técnicas de mercadeo, la venta de candidatos y esa sospechosa saga de esterilizar hasta el racismo.
Un párrafo de su discurso el de Maitena lo dedicó a la suegra que todas las madres llevan en sí: madres, hermanas, esposas, amantes o incluso suegras, todas las mujeres llevan en sí la manutención de la especie, tal vez eso sea lo más valioso en la literatura iconográfica de Maitena. ¿Es la narrativa un paso natural para quien ha agotado la historieta con su talento? ¿Debe quien ya no encuentra nuevas historietas empezar a escribir cuentos? Eso sabemos le pasó a Fontana después de Boom, el tipo publicó con unos amigos un libro sobre trenes y autos y terminó capitalizando hasta los gastes de sus amigos a favor de una literatura popular difícilmente equiparable, a tal punto que la gente común llama a los de esa mesa "los galanes" como si ese fuera hubiera sido antes un título de nobleza que una manera noble de perder el tiempo: ¿qué estás escribiendo Maitena? le dijo una; pero la Burundarena no dijo más que algo sobre un manual que parece que cree que está escribiendo. Yo aproveché el hiato para recordar una caminata tenue sobre la playa donde Burundarena antes que como a un hombre gordo, algo infantil pero ciertamente maduro, me hablaba como a una otra madre; buena madre seremos si Maitena sabe reconocernos como de este palo. Tal vez sea por eso que en el segundo peldaño, cuando amainó su paso firme y decidido, cuando me dedicó una de sus encantadoras miradas, cuando me preguntó ¿vos quién sos? mientras me explicaba que ella creía saber que me conocía y yo no soy más que uno que andaba un día en la misma playa, en el preciso instante en que la sorpresa cedía para empezar a decirme que con tanta ropa no me reconocía, cuando tal vez un recuerdo de sol, viento, mar y playa tomaba cuerpo para entendernos, yo entendí, sentí, percibí, comprendí, tomé conciencia e hice cuerpo que si algo y alguien deben estar agradecidos por un único instante, ese debo ser yo, espectador entonces de tanta enorme belleza.
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