CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Para Haydée Conde
Ahora sólo quedan algunas estribaciones que como hilachas festonean un collar de irreparables pérdidas y en esas máculas de la memoria se entremezclan los íconos de alguna fotografía amarillenta, como la que tengo ante mí.
El baile de aquella noche (1952? 1953? 1954?) en la vieja pista de baldosas rojas del Huracán Foot Ball Club congregaba una multitud de alegres ansiedades buscando un esparcimiento que hoy, a la distancia, se me aparece con una gran pátina de ingenuidad. ¿Quiénes quedaron allí para atestiguarlo con la contagiosa alegría captada para siempre?
El gringo Tetti, el Cholo Cicarelli, Carluncho Gerlo, Hugo Cicconi bailando con Myriam Nicoletti, el rubio Mulé número seis con la casaca roja del club, Rosa Belluschi, don Pablo su marido, ese alemán simpático y dientudo, Carlitos Belluschi un plácido bebé durmiendo sobre una silla, Milanesa Camino de pinta gardeliana, bailarín no sé si eximio, pero seguramente enfático, entusiasta.
Los rostros de mis viejos permanecen lejos, pequeños al fondo de la foto, sentados a una mesa, sin bailar pero sonrientes.
Nosotros no aparecemos en esa "panorámica" de anónimo fotógrafo, que pretendió eternizar esos gestos, esos rostros, esa evidente alegría. Esos ojos que miran curiosos a la cámara. Nosotros andaríamos jugando, ajenos a esa minucia de los grandes, bajo la retractación de los faroles más lejanos tras las "chapitas" de cerveza y naranjina.
Opto por imaginar que la orquesta de esa noche era la de Pepe Basso con sus cantores Floreal Ruiz y el Negro Bellussi, un crédito del pueblo que hizo lo suyo por el tango. Es una pena que justo hoy la memoria tergiverse todo, me lo trueque y yo no pueda recordarlo y mi viejo está muy lejos como para buscar constancia de su verdad minuciosa y su memoria.
De todos modos, creo percibir aún esa expectativa, ese clima que antecedía a los bailes populares. Era como una imperceptible marea que primero se iba instalando en las mentes sonadoras de la gente y luego se iba "haciendo acto" Aristóteles dixit hasta eclosionar en esa reunión familiar de horas donde todo el mundo era feliz.
Si hoy yo no tuviera esta foto ante mis ojos, si no rozara con mis manos esta cartulina amarillenta con una emoción auténtica podría verme asistido por la duda de su realidad real. Pero lo cierto es que aquella noche ya fue sepultada por un montón de años, por casi todos los que aparecen en primer plano que se llevaron a sus tumbas el esplendor efímero de esa noche, y si yo quiero reponer en mi memoria el cúmulo de autos, sulkies o gente en la vereda, capeando el rocío de la noche veraniega no podré restituirlo.
Sé que las palabras son una sucesión de símbolos un emblema al fin y la realidad es aplastantemente simultánea y la memoria es falsa, traicionera, engañosa y ese escorzo que se junta en mi cabeza mientras el cartón en mis manos sólo dice eso: que es un cartón que no dice nada casi a nadie, sólo a mi empecinamiento de hombre solitario en medio de la noche planetaria que lleva sin consultarnos encima de su corteza las vidas y los sueños y hasta la mismísima tumba de los muertos.
En medio de todo sólo quedan ilusiones, unas hojas muertas del Otoño y un coro de risas que me visitan y es de aquella noche lejana ya que va aproximándose a la bolsa que abre su boca para que el olvido entre sin más en ella.
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