CORREO
Diciembre de 2001 marca sin dudas un punto de inflexión en la historia argentina social contemporánea. La magnitud de la crisis desatada con el derrumbe del esquema de la convertibilidad monetaria, dejó al desnudo que el modo de resolución de los desequilibrios que el propio sistema crea es con la represión encarnada en gases, tiros y garrotes.
Al derrumbe institucional el pueblo respondió resistiendo con la organización de piquetes y asambleas barriales. Ese momento instituyente fue quizás uno de los más trascendentes en materia de participación popular, ya que surgió del hartazgo por las manipulaciones y engaños sucesivos.
El "que se vayan todos" fue un grito de rebeldía espontánea, nacido para construir una sociedad sobre nuevas bases. Es cierto que más por la negación que por la afirmación, pero corresponde destacar que las voces se hacían oír fuerte y claramente. En tono alto y no con las medias tintas a que acostumbran los acomodaticios y negociadores natos.
Siete años después qué quedo de aquel impulso vindicativo popular? Los muertos siguen sin sepultura, pues los verdugos e instigadores están impunes o bien ocupando bancadas legislativas.
El aparato estatal cooptó a muchos de los protagonistas de la revuelta, los encausó en su brete. Muchos otros miles continuamos en la brega sin claudicaciones.
De todas formas decimos que es válido reivindicar la insumisión masiva contra la dominación, la precarización de las vidas y la exclusión social.
El grito de ayer no ha perdido valor y como decía Benjamín la historia es discontinua, con lo cual recordemos que donde hubo brasas, cenizas quedan.
Carlos A. Solero
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