CORREO
Llegar a cumplir sesenta años en este siglo, en un país tan peculiar como la Argentina es haber transitado la mitad del XX cambalacheando siempre. Todos traídos por la cigüeña, nacimos en el medio de una guerra en la que murieron sesenta millones de personas, en su mayoría civiles. Guerra que si bien no afectaba nuestras calles, marcaría, como todas, un especial rumbo en nuestra historia. Conocimos a Perón. La alta radio eléctrica transmitía desde el balcón de la casa rosada, y nosotros, niños, nos asombrábamos ante aquel discurso que Perón no terminaba de iniciar, porque el pueblo lo ovacionaba durante largos minutos, luego del Compañeros que retumbaba en la repleta Plaza de Mayo. Mil novecientos cuarenta y seis en adelante. Conocimos a su esposa, una de las pocas mujeres argentinas que en política le hizo honor a su género. Entre otras cosas, promoviendo el sufragio femenino con el cual nos estaba diciendo que hombres y mujeres teníamos que tener igualdad de derechos. Presenciamos absortos su muerte a tan temprana edad y el derrocamiento del líder por una dictadura militar en mil novecientos cincuenta y cinco. Nos enterábamos por los medios de difusión, radios, diarios, revistas. En cines. Imposible olvidar "Sucesos Argentinos". La televisión sólo llegó en 1951, pero se popularizó al comienzo de los sesenta. Series de vaqueros y héroes norteamericanos eran las primeras imágenes, luego tuvimos nuestros cómicos: Tato Bores, Balá, Pepe Biondi, Minguito, Fidel Pintos. Transitábamos una escuela secundaria dividida por sexos. Eran escasas las mixtas.
Educación "libre o laica" y los estudiantes tomaban muchas escuelas.
Frondizi privatizaba la enseñanza superior. Nuestros juveniles ojos y oídos se posaban en personajes de la música y la política y nos sorprendían. El comunismo. Marx, Engels. La Unión Soviética. China. Mao Tse Tung. Mientras Palito Ortega, El club del Clán, Sandro, matizaban nuestras radios y tocadiscos... Imposible nombrarlos a todos, simplemente pudimos disfrutarlos junto a los románticos boleros y las óperas y zarzuelas que nos enseñaron a gozar nuestros abuelos inmigrantes. La música y el arte daban para satisfacer a este verdadero crisol de razas.
Edith Michelotti
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