PSICOLOGíA › GUERRA CON EL OTRO GOCE
› Por José Manuel Ramírez*
Durante las guerras siempre o casi siempre se ha establecido una tregua en tiempos de Navidad. La Navidad, si bien no es una fecha significativa para todo el mundo, siempre, sobre todo cuando uno de los contendientes pertenecía a la religión católica, era el momento de establecer esa tregua.
Asimismo, este respeto jamás impidió que alguno de los lados de la guerra rompiera la tregua. Y es entendible, aunque no justificable, porque en las guerras siempre se ha tratado de sorprender al enemigo en un descanso o en una fiesta.
Y esto no es una consecuencia de la época actual, como si se pudiese suponer en ésta alguna degradación especial del ser humano. Desde tiempos inmemoriales, y esto no ha sido superado por lo que se llama irónicamente avance de la civilización, los hombres siempre han atacado y han dado muerte al otro cuando éste estaba distraído. Seguramente Abel estaba agachado juntando sus mieses cuando Caín le asesta su golpe mortal. La sorpresa siempre ha sido el momento elegido para el ataque, y si no existía de forma esperable, o natural, por así decir, se la inventaba como se hizo con el famoso Caballo de Troya.
En guerras reales, o en guerras imaginarias o incluso en guerras simbólicas, son necesarias las treguas. A veces ha habido treguas tan prolongadas que los hombres han creído en la existencia de la paz. Desde esta perspectiva, la llamada paz no deja de ser una mera tregua. Ahora bien ¿por qué el hombre ha tenido siempre esta necesidad compulsiva de eliminar al otro? O incluso de eliminarse, lo cual es más o menos lo mismo.
La pulsión de muerte fue el intento freudiano de responder a esa necesidad mortal del ser humano. En su obra "Más allá del Principio de Placer" desarrolla la hipótesis de una tendencia primigenia de destrucción, tanática, de separación, de disgregación, de retorno a lo inanimado del cual provenimos. Eros tiende contrariamente a la unión, ejercita la libido de una forma amalgamadora, que llamó pulsión de vida. La fina cornisa, el desfiladero peligroso, el filo hiriente entre ambas pulsiones es difícil o casi imposible de deshacer, porque es constituyente. La vida encierra las más de las veces una agresividad inevitable, tanto como la escisión o la disgregación son condición posibilitante de la vida. Como cadenas que se retuercen entre ellas, una sobre otra, se diferencian y se juntan sin cesar. Podríamos decir que su distinción no es más que un efecto simbólico de su análisis y/o estudio.
Siempre recuerdo a Jacques Lacan cuando al presentar por primera vez en 1953 sus tres dimensiones -de la existencia humana, dixit- simbólico, imaginario, y real, al hablar precisamente de la aporía freudiana de la pulsión de muerte, dice que "a juzgar por las violencias, de todo orden, de las que son capaces los seres humanos en la época actual, podemos imaginar de lo que habrán sido capaces los primeros hombres, y los que lo siguieron".
No decimos esto para justificar cínicamente la violencia actual del ser humano, ni para decir que no hay solución a todas sus formas de violencia, ni se trata meramente de una distinta modulación según las épocas, o el desarrollo tecnológico alcanzado según el momento, sino para decir que a pesar de contar con el lenguaje y el poder de la palabra, el ser humano no los usa para entenderse, para responder o para conocer al otro que lo habita y lo constituye, o al otro a secas, sino para distanciarse, o mejor para permanecer incólume en su esfera, sin salir por ningún agujero ni dejar entrar tampoco. En esta Babel que vivimos hoy día, en esta confusión de las lenguas, el psicoanálisis viene a hacer un uso distinto de aquel lenguaje, de la palabra que nos distingue de los animales, un uso que contribuye a saber quién es el otro que somos. El psicoanálisis como páramo, es una tregua, siempre a declarar, ante la guerra permanente con el otro goce.
*Psicoanalista. Coordinador de esta Página de Psicología del Rosario12. Mail: [email protected]
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