Sábado, 10 de julio de 2010 | Hoy
Por Fabián Di Nucci
Desde Internet en adelante, contando el fotolog y Cumbio, los blogs, los maiespeis, los feisbuc y tuitos los tuíteres, nunca hubo tanta chance de opinar, de emitir pareceres, refranes, sentencias, juicios, máximas y lecciones de todo y sobre todo.
Por qué no hacer otro aporte entonces, a sabiendas de que tal volumen de reflexiones no demuestra coherencia ni implica que alguien las considere ni las tenga en cuenta o que, por lo menos, nos acerquen a una remota verdad, aunque sea en cuestiones elementales como el justo precio del boleto.
Será la onda del fitness mental, pero se diría que la cantidad de opiniones resulta inversamente proporcional a la certeza que adquirimos sobre lo que motiva tantos -y tan variados puntos de vista.
En todo caso, esta ventaja nos permite mantener a raya cualquier amago de totalitarismo y absolutismo a los que el pensamiento único (el que sea) suele conducir.
Dicho de otro modo y con menos pretensiones: parece fácil señalar este beneficio porque aquel mal lo conocemos, lo padecimos y contra él estamos (siempre rezando y prendiendo velas) vacunados.
Pero es menos sencillo, en cambio, determinar qué nos deparará el porvenir, abrumados entre tantas ponencias sobre lo que fuere, agazapadas a la espera de un clic descuidado e inocente sobre un link de apariencia inofensiva, o camufladas tras una propuesta que promete salvarnos la vida con un "dounload", o mostrarnos las fotos de Larissa Riquelme que, digámoslo de una vez, debió haber sido convocada.
Y waka waka.
Clickeado que hayamos y enseguida nos asaltará la duda sobre si es potable o no el agua de la canilla, si las vacunas sirven, si los sexos son dos o no existen, o si son tres o no existen, o si son cuatro o tampoco existen.
Y esto después de esquivar encuestas online o ingeniosos tests que, a juzgar por los sitios adonde nos transportan, evidencian nuestra pertenencia a la parte baja del escalafón neuronal.
Para colmo de las bandas anchas y las bandejas de entrada, de la TV HD y los leds de los pudientes, cada cuatro años se juega lo que se conoce como mundial de fútbol, y tanta conectividad nos transporta a una especie de bailando por un sueño internacional, interracial y politeísta, y el menú de un verdadero festival de paneles más o menos periodísticos (con mesas redondas o de formato espacial), nutridas de opineitors que, como las cortes supremas y los gabinetes de ministros, siempre tienen uno de cada color, uno de cada fe, y al menos uno de cada sexo, sean cuántos fueran.
¿Nos ha dejado alguna certeza tanto espacio, tantas voces y tantos bits vertidos sobre la magna justa?
Luego de un minucioso rastreo de msj, blogs, posts y los más modernos tuits, y siempre considerando que nuestra hipótesis sostiene una merma de la autoridad en función de la cantidad y variedad de dictámenes, en ciertas cuestiones encontramos sorprendentes coincidencias.
La primera es que, a escala planetaria, a los argentinos nadie nos quiere (en el ámbito deportivo, claro, aunque no nos entusiasma seguir husmeando).
Condenados al éxito como fuimos, la envidia global explota, literalmente, como los pop ups, en cuánta página virtual o material se edite en cualquier rincón del orbe.
Nadie quiere que ganemos y no se escucha una sola voz de aliento ni una fucking vuvuzela soplada para animar a nuestra escuadra.
Todos disfrutan, excesivamente incluso, las derrotas de la albiceleste.
El nivel de excitación del enemigo (comprobar en los replays) alcanza niveles orgásmicos cuando un representante distinguido moquea ante las cámaras por las injusticias que estoicamente padecemos a menudo. Y si el que llora es un Diego abrazado a una Gianina Dinorah estamos en presencia casi de una XXX.
La segunda constancia, siempre cuantitativa, es la satisfacción de que esta vez hayamos caído haciendo la nuestra.
Caer haciendo la nuestra es nuestra legítima y única admisible forma de caer. Esta caída "haciendo la nuestra" se diferencia claramente de la caída anterior, cuando caímos por un capricho de Pekerman que lo puso a Cruz y no a Messi, y se distingue más aún de la caída previa, cuando caímos porque Bielsa sobre entrenó al equipo (a la sazón: nada tan "anti" nuestra como el "sobre" entrenamiento), ahogando el talento natural (y tan "nuestro") del player nativo, en un mar de conceptos ajenos a la simpleza intrínseca del balompié.
Y a un mundo de distancia, sin dudas, de aquella caída en Francia 98, cuando caímos con los jugadores de pelo corto atemorizados por el autoritarismo del Kaiser, y con evidentes dudas acerca de las incorrectas evoluciones del esférico que por un tiempo había dejado de doblar.
Renglón aparte merece la pretérita caída en que el equipo cayó porque no pudo sobreponerse al maquiavélico antidoping que nos habían preparado y que los pérfidos pudieron concretar sólo gracias a la natural bonhomía y credulidad del astro.
Dicho sea de paso, nada más injusto en una caída nuestra que algo tan nuestro como una re caída. El colmo. Sin embargo, la caída que más cerca estuvimos de evitar no cayendo fue la del 90, donde el artero arbitraje de Codesal vio lo que no hubo y evitó que casi casi no cayéramos.
Si finalmente caímos fue más un acto de fidelidad que una injusticia: el famoso destino manifiesto, una cuestión de estirpe.
Es que hacer la nuestra es caer, y caer haciendo la nuestra es una especie de profecía autocumplida y caída al cuadrado, al fin y al cabo; o círculo virtuoso del que no podemos ni debemos salir, siempre y cuando aspiremos a seguir haciendo la nuestra.
Para futuros mundiales recomendamos contratar al Pulpo Paul, y descartamos de plano la opción de traicionarnos y no "hacer la nuestra", porque implicará dejar el rosario para las ceremonias religiosas; descartar el aguante, cuando significa alabar la estupidez, y darse el lujo de prescindir de los mejores si no son muchachos de la barra.
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